Acantilado, 2001. 152 páginas.
Tit. Or. Agnes. Trad. María Esperanza Romero y Richard Gross.
Un escritor conoce a una chica en una biblioteca mientras busca documentación para un libro que está escribiendo. Acabarán enamorándose y viviendo juntos. Pero las cosas a veces se tuercen y la escritura puede ser una manera de cambiar nuestra vida.
Es una historia sencilla, bien escrita, con el interesante juego de la ficción dentro de la ficción. El protagonista escribe un relato de su relación con Agnes, modificando los acontecimientos para que sean más amables. Y uno se imagina al verdadero autor, Stamm, escribiendo este libro para conjurar sus propios demonios.
Bueno.
Tampoco seguí escribiendo asiduamente la historia de Agnes. A veces aún jugábamos al juego de aquella noche. Entonces redactaba un par de escenas en el ordenador y le decía a Agnes lo que tenía que hacer, mientras yo interpretaba mi papel. Llevábamos el mismo atuendo que en la historia, y, al igual que mis personajes, hacíamos excursiones al zoológico o íbamos a museos. Pero ninguno de los dos éramos buenos actores, y nuestra vida acompasada no se prestaba para ser descrita.
—Tiene que pasar algo que haga la historia más interesante—le dije por fin a Agnes. —¿No eres feliz con lo que tenemos? —Sí que lo soy—dije—, pero la felicidad no da para buenas historias. La felicidad no se puede describir. Es como la niebla, el humo, transparente y volátil. ¿Has visto alguna vez a un pintor que haya sabido pintar el humo?
Fuimos al Art Institute of Chicago en busca de un cuadro de la niebla o el humo, o una estampa con personas felices. Ante Un Dimanche d’été a l’íle de la Grande Jatte de Seurat nos detuvimos largamente. El autor no había pintado personas felices, pero el cuadro irradiaba una paz que se aproximaba mucho a lo que buscábamos. Representa la orilla de un río en una tarde de domingo. Se ven paseantes, y aquí y allá, entre los árboles de un prado, personas descansando.
Cuando nos acercamos, el cuadro se disolvió en un mar de minúsculos puntos. Se difuminaron los contornos, y los planos se confundieron. Los colores no estaban mezclados sino yuxtapuestos como en un gobelino. No había tonos blancos ni negros puros. Cada plano reunía todos los colores, que sólo a cierta distancia producían el efecto de un todo.
—Esta eres tú—dije apuntando a una joven muchacha sentada sobre la hierba, en segundo plano, con un ramo de flores en las manos. Estaba erguida pero inclinaba la cabeza para contemplar las flores. A su lado había un sombrero y una sombrilla, que la muchacha no necesitaba porque no le daba el sol.
—No—dijo Agnes—, yo soy la niña del vestido blanco. Y tú eres el mono.
—Yo soy el de la trompeta—dije—, pero nadie me escucha.
—Todos te oyen—dijo Agnes—. No pueden taparse los oídos.
Fuimos a un local donde, según sus dueños, servían el mejor cheesecake de Chicago, pero el pastel no fue del agrado de Agnes. Dijo que me prepararía uno mejor, con pasas.
—La felicidad se pinta con puntos, la desdicha, con rayas—dijo—. Si quieres describir nuestra felicidad tienes que hacer infinidad de minúsculos puntos, como Seurat. Y que de felicidad se trataba, sólo se apreciará desde la distancia.
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