Ariel, 2012. 270 páginas.
Tit. Or. Tubes. Trad. Juanjo Estrella.
Aunque pensemos en ella como algo abstracto, incluso en como la nombramos (la nube, la red) internet es algo físico, compuesto de ordenadores situados en centros de datos y miles de cables que viajan por debajo del océano y cruzan al lado de las torres de alta tensión los parajes desolados.
También tiene una historia desde sus comienzos balbuceantes, cuando casi no había ordenadores conectados hasta hoy, en el que todo el mundo tiene una conexión en el bolsillo y hasta las bombillas hablan entre ellas.
Pues de todas estas cosas no nos habla este libro, que me ha resultado aburridísimo de principio a fin, lleno de paja, con poco contenido y nula estructuración. Una de las mayores pérdidas de tiempo en lo que llevo de año.
Había una gran excavadora Hyundai aparcada en la orilla, con su brazo articulado levantado, a modo de saludo, y con un cartel en el que se leía «CARLOS» apoyado en el parabrisas. El propio Carlos estaba sentado en el interior de la cabina, inclinado hacia el salpicadero. Normalmente se dedicaba a demoler edificios históricos en Lisboa, un trabajo delicado. No era la primera vez que Luis trabajaba con él. «Puede rascarte la nariz con la pala de la excavadora, y no te das ni cuenta», me comentó, señalándome con un dedo al tiempo que lo agitaba. El día anterior, Carlos había cavado una zanja en la playa, y el castillo de arena que había amontonado era tan alto como su vehículo. En las profundidades se encontraba ya la embocadura de acero, el conducto que moría bajo la tapa de la alcantarilla; el cable de fibra óptica pasaría a través de él como un hilo a través de una pajita. Justo antes de las nueve, uno de los buceadores saltó del bote y se lanzó al mar. Bajo el brazo llevaba un tramo de cuerda verde de nilón. Braceando entre las olas, llegó a la playa, donde entregó la cuerda a uno de los obreros. No hubo apretones de manos ni ceremonia alguna para dar solemnidad a ese primer momento de conexión física, el vínculo inicial entre tierra y mar, al que seguiría un camino de luz de 14.500 kilómetros —y sus defensores esperaban que, también, un caudal de información que transformara un continente—. Carrilho dejó de pasearse por la terraza del café y se dedicó a observar. Poco después, el casco azul del barco cablero, el Peter Faber, se materializó desde el norte, la cúpula su gran antena blanca rematando su inmensa estructura como una pelota de ping-pong. Más largo que un barco de arrastre, más esbelto que un pesquero, su sistema de propulsión controlado por GPS le permitía no desviarse de su ruta incluso en condiciones adversas. Se detuvo a casi un kilómetro de la costa, perfectamente alineado frente al conducto de la playa, y durante el día y medio siguiente no se movería de allí. El bote partió a su encuentro, soltando la cuerda verde —el testigo— mientras lo hacía. Dos perros correteaban por la playa, saltando de un lado a otro de la gruesa soga. Una excavadora descendió hasta el agua, y alguien anudó la soga a su engan-
che. Entonces empezó una serio de pasadas lentas en paralelo al agua, arrastrando la soga alrededor de una polea, cien metros cada vez, frente al barco. La excavadora avanzaba a marcha muy lenta, soltaba el nudo y regresaba por el mismo camino para recoger el siguiente tramo. El cable de fibra óptica propiamente dicho no tardó en abandonar el barco, suspendido justo por debajo de la superficie del agua por un collar de boyas naranjas, la versión moderna de los barriles de madera de Porthcurno usados en 1919. A medida que cada boya alcanzaba la orilla, un obrero se metía en el agua y la desataba del cable.
Carrilho y yo observábamos la acción desde la terraza del restaurante, sentados en mesas separadas. Tenía un periódico abierto sobre la mesa, y yo me uní a él en su ritmo incesante y alterno de cervezas y cafés. Una suave brisa marina traía hasta nosotros el agradable olor marinero del motor de dos tiempos del bote. Había trabajado mucho para impedir que los barcos de pesca pasaran sobre el cable, patrullando de un lado a otro como un perro pastor. A la hora del almuerzo, la excavadora había completado ya todas sus lentas vueltas, y el cable se mantenía suspendido bajo su ristra de boyas naranjas. Con las manos protegidas por unos gruesos guantes, los operarios lo guiaron hasta la embocadura del conducto, haciendo esfuerzos por dominarlo. Lo dispusieron en el agua en forma de ese, por si el mar reclamaba un poco más para sí mismo. Yo le envié un correo electrónico a Simón Cooper y adjunté una imagen de la operación que titulé: «Tomada hace cuarenta y cinco segundos». Instantes después recibí su respuesta: «Y vista desde mi BlackBerry mientras paseo por Tokio».
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