Ryszard Kapuscinski. Ébano. Fragmentos.

octubre 6, 2012

De ahí que en los lugares donde el cristianismo y el islam no se había implantado con fuerza, la riqueza de nombres que se ponía a la gente era infinita. En ello también se expresaba la poesía de los adultos, que dotaban a sus hijos de nombres como Mañana Fresca (si el crío nació al amanecer) o Sombra de Acacia (si vino al mundo bajo este árbol). En las sociedades que desconocían la escritura, con ayuda de los nombres se registraban los acontecimientos más importantes de la historia antigua y contemporánea. Si el niño nacía el día en que Tanganica había obtenido la independencia, recibía el nombre de Independencia (en swahili, Uhuru). Si los padres eran incondicionales partidarios del presidente Nyerere, podían llamar a su hijo precisamente así: Nyerere.

De esta manera, desde hace siglos se ha ido creando una historia, no tanto escrita como hablada, con fuerte -por personal- grado de identificación: mi identificación con mi comunidad la expreso con el hecho de que el nombre que poseo glorifica algún acontecimiento inscrito en la memoria de un pueblo del que soy parte.

La introducción del cristianismo y del islam redujo este rico mundo de poesía e historia al centenar escaso de nombres sacados de la Biblia y del Corán. Desde entonces, ya no había más que James y Patrick o Ahmed e Ibrahim.


A la mañana siguiente, empezará para Edu su primer día en la ciudad. Y aunque para él todo esto es un medio nuevo, un mundo nuevo, el caminar por las calles de Kariakoo no despierta asombro, no causa sensación. Todo lo contrario que a mí. Si alguna vez me meto por unos callejones alejados del centro del barrio y menos frecuentados, los niños pequeños huyen despavoridos y se esconden en los rincones más inaccesibles. Es porque, cuando hacen alguna diablura, sus madres les dicen: Sed buenos, que si no ¡se os comerá el mzungul (En swahili, mzungu significa blanco, europeo.) En una ocasión, en Varsovia, conté a unos niños cosas de África. Durante aquel encuentro, se levantó un niño pequeño y preguntó: -¿Ha visto usted a muchos caníbales?

No sabía que, cuando algún africano regresase de Europa a un Kariakoo y se pusiese a contar cosas de Londres, de París o de otras ciudades habitadas por mzungu, un niño africano de la misma edad que el de Varsovia bien podría levantarse y preguntar: -¿Has visto allí a muchos caníbales?


Un día tuve una visita. Era un hombre de mediana edad, ataviado con un traje musulmán de color blanco. Se llamaba Sulei-mán y procedía del norte de Nigeria. Tiempo atrás había trabajado para el italiano como vigilante nocturno. Conocía el callejón y todos sus aledaños. Se mostró muy tímido: no quiso sentarse en mi presencia. Me preguntó si no necesitaba un vigilante nocturno, porque acababa de perder el trabajo.

Le dije que no, pero como me había causado buena impresión, le di cinco libras. Al cabo de varios días volvió. Esta vez sí se sentó. Le preparé un té. Nos pusimos a hablar. Le confesé que no paraban de robarme. Suleimán lo consideró como una cosa del todo natural. El robo era una forma -cierto que desagradable- de nivelar las desigualdades. Estaba muy bien que me robasen, dijo, aquello incluso era un gesto de amistad por parte de los ladrones. De esta manera me daban a entender que les resultaba útil y que me aceptaban. Por consiguiente, podía sentirme seguro. ¿Acaso me había sentido amenazado en alguna ocasión? Reconocí que no. ¡Pues eso! Estaría seguro todo el tiempo que les permitiese robarme impunemente. En el momento en que avisase a la policía y ésta empezase a perseguirlos, más me valía marcharme.

Al cabo de una semana, volvió a visitarme. Se tomó un té y luego dijo con voz misteriosa que me llevaría al Jankara Market y que allí haríamos una compra necesaria. El Jankara Market es un mercado donde brujos, herbolarios, adivinos y encantadores venden toda clase de amuletos, talismanes, varitas mágicas y medicinas milagrosas. Suleimán iba de una parada a otra, mirando y preguntando. Finalmente, me hizo comprarle a una mujer un manojo de plumas de gallo blanco. Eran caras pero no opuse resistencia.

Regresamos al callejón. Suleimán compuso las plumas, las rodeó con un hilo y las ató al travesaño superior del marco de la puerta.
Desde aquel momento, nunca más me desapareció nada del piso.


Unas palabras más a propósito de los niños. Basta detenernos por un momento en alguna aldea o pueblo, o incluso, sencillamente, en medio del campo, para que enseguida nos rodee un nutrido grupo de niños. Todos, indescriptiblemente harapientos. Todos, con unos inimaginables andrajos que hacen las veces de pantalones y de camisas. Como única fortuna, como único alimento, una calabaza pequeña con un poquito de agua. Todo pedazo de pan o de plátano desaparecerá, engullido, en un abrir y cerrar de ojos.

Entre estos niños, el hambre es algo habitual, una forma de vida, una segunda naturaleza. Y, sin embargo, lo que piden no es pan ni fruta, ni siquiera dinero.

Piden un lápiz.

Un bolígrafo. Su precio: diez centavos. Sí, pero ¿de dónde sacarlos?
Y a todos ellos les gustaría ir a la escuela, les gustaría estudiar. A veces incluso van a la escuela del poblado (un lugar al aire libre, a la sombra de un gran mango), pero no pueden aprender a escribir porque no tienen con qué hacerlo, no tienen lápiz.

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