La autora hace un ejercicio de autoficción en el que las historias de sus abuelas, sobre cómo llegó la electricidad a Chile, se mezclan con la historia familiar, la represión política, el avance del capitalismo, y su propia historia personal.
Todo articulado alrededor de la compañía eléctrica que trajo la modernidad cambiando para siempre un mundo que, sin embargo, siguió lleno de desigualdades y problemas.
Bueno.
Aparecieron tranvías que sustituyeron a las carretas, a las mulas y a los carros de sangre, como le llamaban a los tranvías tirados por caballos, acortando las distancias del mapa urbano.
Leo en unas revistas viejas las publicidades de la época. «Compre hoy su plancha eléctrica», «Luz, fuerza y calor», «Llegó la nueva cocina eléctrica», «Yo tengo mi ampolleta, ¿usted tiene la suya?». Leo que los empresarios chilenos se asociaron a los ingleses para dar abasto y muchas companies llegaron a hacerse cargo de la instalación de las nuevas tecnologías. Hubo que crear centrales eléctricas para poder generar la energía necesaria. Hubo que inventar sistemas para que la corriente llegara a todos los lugares donde se requería. Leo que muy pronto coexistieron en el país unas sesenta empresas eléctricas que servían a la industria, pero también a ciudades y pueblos. Leo que la mayoría de las empresas eran privadas y estaban asociadas a las mineras y a las agrícolas. Leo que estas empresas no solo producían electricidad para satisfacer sus propias necesidades, sino que vendían lo que les sobraba a las zonas cercanas. Leo que en 1905 se funda la Compañía General de Electricidad Industrial S. A., que compra varias compañías menores a lo largo de Chile y concentra el control y la ganancia en una sola gran empresa de luz, un halógeno gigante con la capacidad de iluminar Chile entero. Leo que hacia 1919 el capital de la empresa es de cerca de $1.500.000, suma altísima para la época, y que sus utilidades ascienden a un 48,7%,
lo que se traduce en una ganancia de $128.313. Leo que ese mismo año la empresa reparte dividendos de un peso entre sus accionistas, señal del auge lumínico de los nuevos tiempos. No lo leo, pero sé que para entonces Chile ha cumplido cien años como república independiente. Aún goza de la prosperidad económica por el auge del salitre nortino, el oro blanco que mantiene al país, así es que la élite quiere celebrar iluminando. La electricidad se convierte en un recurso fundamental para el funcionamiento, la producción y la vida doméstica. La luz se expandió como una peste brillante iluminando todo a su alrededor, hipnotizando al público para generar necesidades antes desconocidas, encendiendo más y más ampolletas. El contagio fue tan vertiginoso que la luz ya no parecía buscar satisfacer las demandas de la gente, sino inventarlas para facilitar su uso continuo. Así la escena de la plaza de Armas que me contó mi abuela sería el comienzo de un largo recorrido de cableados, faroles, ampolletas, focos, obreros, técnicos, companies y centrales eléctricas que aún no tiene fin porque la ansiedad por la luz es inagotable.
Al leer sobre la ceremonia de la luz en la plaza el recuerdo de mi abuela se vuelve más nítido, como si el mismo alumbrado que se estrenó esa noche lo iluminara. Lo que he rastreado coincide en parte con el relato que ella me hizo. Incluso descubro que la compañía que luego instaló los postes de luz era la Compañía Alemana Transatlántica de Electricidad, cuya sigla era cate, no ceta.

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