Incluye los siguientes cuentos:
Dale un pez a un hombre
La Carla
Primerizos
Imposible
Berta sin cable
Lo que ella sabe
La teoría de los números pares e impares
Que transitan por el terreno de lo fantástico (unos peces muertos que se convierten en un fascinante pez dorado, unos padres que descubren que cada día tienen un hijo diferente o una viuda que puede leer el pensamiento) a lo cotidiano y cruel (una chica que se cree la novia de Maradona, una vecina que le compra cosas a un vecino atractivo para tener excusas para ir a verlo o una familia cuya toxicidad les corroe hasta los cimientos).
Me ha gustado esa fascinación enfermiza por un pez dorado que no debería estar ahí, el desapego que se filtra a través de los cambios de los padres primerizos y, sobre todo, el excelente cuento que cierra el volumen, que nos va guiando a través de un ambiente asfixiante a un cruel final.
Muy bueno.
Francisco llega a la puerta abierta y ve la escena con cara de confusión. «Pasá, Fran», le dice ella, levantándose de la silla. Alberto se ladea sin la mínima intención de partir, muy a pesar de la urgencia de Corcel, que se mueve sin parar, intrigadísimo por este joven que él sabe que vive en otro piso. Francisco pasa con las bolsas derecho a la cocina que está a unos pasos, no hay ninguna pared que divida ese espacio del living comedor, solo una especie de mesada como barra. «Francisco me ayuda comprándome la mercadería para que yo no tenga que salir», le explica ella porque la mirada de Alberto pregunta. «Qué bueno, Francisco, mucho gusto. Me voy entonces, señora. Un gusto también».
«¿Y ese?», pregunta Fran apenas el otro termina de irse. Ella mantiene la distancia y le cuenta. Francisco saca las cosas pesadas de las bolsas y las va poniendo sobre la mesada, pero entonces se acuerda de golpe de que se olvidó los ravioles y se va corriendo. Cuando ella se da cuenta ya está sola, así que se pone a ordenar detrás de la mesada. Primero guarda en la heladera las cosas frescas, el queso, la crema de leche, un frasco de aceitunas negras. Después va por lo seco: un paquete de fideos largos, una cajita de té, un paquete de galletas sin sal para poder comer tranquila todas las aceitunas, una lata de atún light desmenuzado en agua y una mezcla para bizcochuelo que dice en la caja «Exceso de sodio». Se queda perpleja pensando por qué, si es chocolate, no encuentra explicación, revisa entonces los otros paquetes que ya ha guardado para ver si también tienen marcas. Piensa que hubiera sido más útil, en lugar de saber sobre la gente, saber sobre las cosas, eso sí le gustaría y no sería un inconveniente. Saber si las verduras tienen algún resto tóxico como vio en las noticias, si aquel termo realmente guarda el calor del agua o va a escaparse como le pasó con todos los termos que compró, como le pasa a la gente con lo que piensa, incapaz de contener lo privado. Ya guardada la comida, ahora se ocupa de ordenar la baj omesada, de espaldas a la barra que la separa del comedor. Está agachada acomodando el detergente, las servilletas y los tuppers cuando llega Fran, triunfante, con los ravioles: «¡Ya volví! Habían dejado aparte la bolsa con los ravioles, por suerte». «Qué bueno, Fran, gracias, ahí voy», hay una tapa de un envase que se fue hasta el fondo del estante y no consigue agarrarla. «Tengo unas ganas de fumar…». «¡Cómo vas a fumar!, ¡sos muy chico vos!». «¿Ah?». Ella está ocupada en esa labor mínima y no se da vuelta para ver a Fran. «Te va a hacer mal fumar, no deberías fumar, ¿tus papás saben que fumás?». «Pero ¿por qué me decís?».
Ella se da cuenta de que ha metido la pata. Intenta manotear alguna excusa: el olor del cigarrillo, lo ha visto comprando en el quiosco desde su ventana, todos los jóvenes fuman, él es joven, por ende fuma. No se decide por cuál y se da vuelta despacio, Fran

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