Dubravka Ugresic. Baba Yagá puso un huevo.

noviembre 24, 2025

Dubravka Ugresic, Baba Yagá puso un huevo
Impedimenta, 2020. 370 páginas.
Tit. or. Baba Jaga je snijela jaje. Trad. Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pistelek.

El libro está estructurado en tres partes. En la primera la protagonista nos cuenta cómo es lidiar con su madre, que ya está mayor y está cargada de manías. También conoce a una folklorista que es admiradora suya. En la segunda tres mujeres mayores van a un balneario donde les suceden diferentes aventuras. La última es una introducción a Baba Yaga a cargo de la folklorista que nos ilumina algunas de las situaciones de las partes anteriores.

Mi parte preferida es la primera, más intimista y realista, con las dificultades que tienen los cuidados de las personas mayores. La segunda tiene momentos muy divertidos y surrealistas, y la última nos sirve para conocer la figura de Baba Yagá, de la que por aquí hemos oído campanas pero no demasiado.

En conjunto es un libro que se lee con gusto, por su prosa y su calidad de artefacto narrativo.

Bueno.

—Tráeme eso…
—¿El qué?
—Lo que se unta en el pan…
—¿La margarina?
—No…
—¿La mantequilla?
—¡Sabes que hace años que dejé de comer mantequilla!
—Entonces, ¿el qué?
Arruga la frente, en su interior crece la ira por su propia impotencia. Y por eso astutamente pasa enseguida al ataque…
—¿Qué clase de hija eres tú que ni siquiera puedes acordarte del nombre de eso que se unta en el pan?
—¿Crema de queso para untar?
—Sí, eso blanco de queso… —dice ofendida, como si hubiera decidido no proferir nunca más la expresión crema de queso.
Todas sus palabras se habían dispersado. Estaba enfadada; si hubiera podido, habría pataleado, habría dado golpes en la mesa y levantado la voz. Pero se quedaba cohibida mientras la ira crecía en ella con una insólita efervescencia juvenil. Se paraba delante de un montoncito de palabras como si constituyera un rompecabezas que no era capaz de componer.

—Tráeme esas galletas para los genitales…
Sabía perfectamente de qué galletas hablaba. Se trataba de las galletas digestivas, el cerebro todavía funcionaba: la palabra menos usada, genitales, se había unido a cereales, más familiar, y de esta manera salía de su boca esa extraña combinación. Al menos es lo que yo imagino, aunque quizá el trayecto entre la lengua y el cerebro es otro.

—Pásame el termómetro para llamar a Javorka…
—¿Quieres decir «el teléfono móvil»?
—Sí…
—No quieres llamar a Javorka, ¿verdad?
—¡No!, ¿por qué iba a llamarla?
Javorka era una conocida suya de tiempo atrás, y quién sabe por qué su nombre había saltado en el cerebro de mi madre.
—En realidad, ¿pensabas en Kaja?
—Pero si eso es lo que he dicho, que quiero llamar a Kaja, ¿o no? —estalló.
Yo entendía su idioma. En la mayoría de los casos sabía a qué se refería cuando decía eso. A menudo, cuando no recordaba una palabra, recurría a descripciones: «Tráeme aquello mío de lo que suelo beber agua»… Era una tarea fácil: se trataba de una botellita de plástico con agua que siempre tenía cerca.

Y entonces, como si hubiera encontrado la forma de ayudarse, empezó a usar diminutivos, que nunca antes había usado. Incluso tomaba algunos nombres propios, también el mío, y les aplicaba aquellos diminutivos tan engorrosos. Los diminutivos le servían como pequeños imanes y, mira por dónde, las palabras dispersas se ponían de nuevo en orden. Le proporcionaba un placer inmenso pronunciar en diminutivo cosas que consideraba muy íntimas («mi pijamita», «mi toallita», «mi almohadita», «mi botellita», «mis zapatitos»…). Tal vez los diminutivos eran la saliva con la que ablandaba en la boca las palabras duras como caramelos, o tal vez con ellos simplemente compraba tiempo para una nueva palabra, para la siguiente frase.

Tal vez así se sentía menos sola. Se dirigía al mundo que la rodeaba con palabras tiernas, y así le parecía más pequeño y menos peligroso. Junto con los diminutivos saltaba a veces, como si fuera un muelle, algún aumentativo: una víbora devenía en «viborona», un pájaro en «pajarote». Con frecuencia percibía a las personas más grandes de lo que realmente eran («¡Era un hombre enooorme!»). Y lo que pasaba era que ella había empequeñecido y el mundo le parecía más grande.

Hablaba lentamente y con un timbre de voz nuevo, más apagado. Me daba la sensación de que le gustaba este timbre. La voz era un poco ronca, el tono un poco señorial, de esa clase que exige del oyente un respeto absoluto al hablante. Ante la falta habitual de palabras, su voz era lo único que le quedaba.

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