El padre de Casandra, Caleb y Calia, un militar con el pecho lleno de medallas, ha caído en desgracia. El general Bigotes duda de si puede confiar en él. La vida de la familia se irá deslizando por una pendiente, sujeta a la tiranía de las moscas, que van invadiendo el ambiente desde un pasado omnipresente.
Una Casandra enamorada de los objetos, un Caleb al que peregrinan los animales buscando la muerte y una Calia que con solo 3 años dibuja de maravilla, igual que una tía suya, son una de las patas de este libro que te va construyendo un ambiente claustrofóbico en el que se cruzan las dictaduras, las torturas, las familias infelices, los traumas, las alegorías y los desastres inevitables. Como siempre que hay una Casandra presente en una narración.
Me ha encantado esta vuelta de tuerca a las novelas de dictadores, una revisitación original y estremecedora.
Muy bueno.
Papá sabe que el poder no se cede. Se gana o se pierde.
Y a él le había tocado perder.
Perder es un sinónimo de desgracia en el lenguaje de la política. Papá manejaba tan bien aquel idioma que, cuando hablaba de medallas, de guerras y triunfos del pasado, era imposible entender a qué historia se refería, si a un recuerdo borroso o a un relato inventado en la contingencia de su tragedia. Una contingencia muy útil, muy imaginativa, que obligaba a papá a transformarse en nana de los cuentos, capaz de describir la guerra como un arrorró mi niño o sus momentos de esplendor militar como una clase de mitología comparada. Por supuesto que las historias se repetían, al menos al principio, cuando la vocación narradora de papá aún no estaba lista para la adaptación. Luego lo consiguió. Papá era el hombre prudente, el rostro de la persistencia. Aprendió a condimentar las historias, a mezclarlas, les incorporaba un elemento novedoso, un personaje sacado bajo la manga, cosas así, técnicas narrativas de último modelo, carrocería narrativa de último modelo. Y cuando tuvo armado al monstruo gordo de sus historias y le vio las nueve patas peludas, y la oreja deforme, y las medallas al pecho —porque también el monstruo había sido un hombre de su tiempo—, entonces se sintió satisfecho. Había logrado construir una épica hecha a su imagen y semejanza. Había logrado construir un país según sus propios moldes.
Se consideraba un hombre de su tiempo. Tan o casi tan importante como el Líder Bigotes, que no debía ser llamado
así —importante no olvidar— como tampoco debía ser nombrado cariñosamente Abuelo Bigotes. Aquellas eran familiaridades innecesarias, frescuras de niños. En la vida militar, buenos azotes les hubieran dado a aquellos que mencionaran el bigote del General y aliñaran la sazón con algún mote cariñoso. General Bigotes no estaba tan mal pues señalaba el rango, asunto de importancia, pero de igual forma a papá le parecía un ejercicio de vulgaridad de la cepa más peligrosa, la cepa de la indisciplina. Qué era aquello de Bigotes, ¿una burla a la cara del General?, ¿una burla a su decisión de mostrar un elegante vello facial en vez de una calvicie frontal morfológica?, ¿qué hay de raro en un bigote para usarlo como calificativo? Papá sabía que para hablar del General había que mirar dos veces, estudiar tres veces antes de pronunciar una sola sílaba. Descalificar la vida, la apariencia física y las decisiones del General era asunto serio. El más serio de todos. Sobre todo ahora, que los años de la desgracia habían llegado para la familia.
Como hombre de su tiempo estableció leyes de estricto cumplimiento para todos en la casa. Una especie de corte marcial sin juicio. A Casandra la llamó aparte. Era la mayor de los niños y solía hablar del General con demasiada familiaridad. Abuelo Bigotes. Viejo Bigotes. Y los bigotes iban y venían, salían de la boca de Casandra y con ellos la potencial seña del pecado que, ay si caía en manos erróneas, toda información resultaba valiosa ahora que la familia era observada como bacteria a través de microscopio, ay si los escuchaba una oreja peluda, malintencionada, una oreja que no llevaba medallas en el pecho como papá, y si las llevaba, pues no las merecía.
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