Katixa Agirre. Las madres no.

octubre 30, 2024

Katixa Agirre, Las madres no
Tránsito, 2020. 202 páginas.

El asesinato de dos gemelos por parte de su madre lleva a la protagonista a reflexiones acerca de su reciente maternidad y a lanzarse a una investigación sobre el juicio con vistas a escribir un libro sobre el tema.

Todo mal. El estilo planísimo, la trama prácticamente inexistente, hilazón de lugares comunes y reflexiones trilladas que se van amontonando sin rumbo ni dirección. nada que ver con el tratamiento de la maternidad que tenía Una herida llena de peces de esta misma editorial.

El libro más flojo, con diferencia, que leo de Tránsito y, por supuesto, han hecho una película que se estrenará en algún momento (ha sido salir publicada la reseña y estrenarse la película Salve María, que tiene mejor pinta que el libro).

Malísimo.

Pero sí tuve, de la manera más inesperada, una revelación. Una revelación que habría de condicionar, si no mi vida (digámoslo así, por deferencia al hijo que estaba a punto de nacer), sí por lo menos los siguientes dos o tres años.
No está clara la función de las contracciones de parto: hay quien dice maldición bíblica, hay quien dice dolor condicionado por sociedad misógina. Atendiendo a la escasa evidencia científica, puede decirse que la fisiología del parto es todavía una gran desconocida para la medicina, como sucede tan a menudo cuando el implicado es el cuerpo de la mujer. Hay quien sostiene que ese dolor tan particular es la única manera que encuentra el cuerpo de llegar directamente al paleocórtex, el cerebro primitivo. A ese primer cerebro le hemos ido sumando capas y capas de raciocinio hasta formar el neocórtex, nuestro cerebro moderno; y si implicamos al neocórtex, parir se convierte en misión imposible. Hay que recuperar el instinto reptil, volver a la selva, relegar el lenguaje articulado y la capacidad de sostenernos sobre dos piernas: solo así se puede parir con fundamento, olvidando la evolución, viajando millones de años al pasado. He ahí la función del dolor: noquear al neocórtex, desactivarlo, para poder sentirnos de esta forma poderosas gorilas de la selva africana.
Es solo una teoría, pero quizá explique por qué contesté de aquella manera a la primera matrona que me ofreció la epidural. La muy zorra quería sacarme de la selva con su anestesia. Lo cierto es que era una mujer dulce, me llamaba pichín.
—Has hecho un gran trabajo, pichín, el cuello ya lo tienes borrado y la dilatación va por los tres centímetros. En cuanto quieras te bajamos para la epidural.
—¡No, joder, no!
Como venía diciendo, en aquel momento era una gorila de la selva. A las gorilas no se les habla.
El lenguaje nos lleva al neocórtex.
Supongo que, como buena profesional, no se tomó a mal mi exabrupto, y lo cierto es que no me arrepiento de haberlo proferido. Todo se lo achaco al paleocórtex; lo que vino después, también. Tres contracciones más tarde llegó la madre de todas las contracciones, una ola imparable que me llevó directamente a otra dimensión, a otro lugar y otra época histórica (antorchas en lugar de lámparas, togas romanas en lugar de batas médicas) y fue en ese exacto momento cuando tuve LA REVELACIÓN.
Once años atrás yo había conocido a Alice Espanet, la —presunta— asesina despiadada y loca. ¡Por supuesto que sí! Y no solo eso, durante una semana vivimos puerta con puerta, aunque entonces no se llamaba Alice Espanet. Lo recordé todo de golpe, envuelta en aquel remolino de dolor. Como hasta entonces había evitado en la medida de lo posible las imágenes en los medios, como no había vuelto a pensar en aquella chica desde que la perdí de vista y como once años no pasan en balde, me había costado reconocer esa cara. Pero una confabulación de prostaglandina y oxitocina, unida al saber atávico del paleocórtex, me había puesto la verdad frente a los ojos: yo había tenido trato con aquella mujer —presuntamente— abominable, cuando aún era joven y verde, y no sabía apenas nada del dolor.
La revelación me dejó sin aliento.

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