Crítica (Planeta), 2019. 380 páginas.
Antonio es el creador del magnífico blog Fogonazos, por desgracia sin actualizar desde el año pasado. Se dedica a la divulgación científica con un enfoque muy periodístico. Busca siempre las historias más sorprendentes y más llamativas sin perder nunca el rigor y con datos contrastados.
A mí siempre me ha fascinado porque, en un campo donde casi siempre te sueles encontrar con lo mismo, él encontrar verdaderas joyas que te dejan con la boca abierta. Desde el singular periplo del cerebro de Einstein hasta la constatación de que vivimos rodeados de polvo extraterrestre (que se puede encontrar y analizar). La historia que comienza y acaba el libro tiene que ver con que en el espacio, sin la protección de la atmósfera de la tierra, los astronautas ven destellos cuando tienen los ojos cerrados. Son potentes rayos cósmicos que atraviesan nuestros párpados sin problemas y que provocan fogonazos a oscuras.
En este libro se recopilan 92 artículos y ha sido una delicia leerlo, la imaginación se me disparaba con muchísimas ideas para relatos, porque lo que nos cuenta el autor, aunque sea totalmente cierto, parece producto de un escritor con exceso de imaginación.
Muy bueno.
Asalto a la cámara de rocas lunares
Protegida por enormes medidas de seguridad, una cámara acorazada del centro espacial Lyndon B. Johnson de Houston alberga la mayor parte de los más de 300 kilos de rocas lunares recogidas por los astronautas de las seis misiones Apolo. En julio de 2002 un joven estudiante de la NASA y su novia consiguieron penetrar en el interior de la cámara, hacerse con una muestra de material lunar y escapar del recinto sin ser advertidos. Unas horas después, hacían el amor en la cama de un motel rodeados de polvo lunar.
Los detalles del asalto se los contó el propio Thad Roberts a Carmel Hagen, que a su vez los publicó en Gizmodo. Él y su novia, Tiffany Fowler, tenían por entonces 25 y 22 años y actuaron con la ayuda de dos cómplices que también trabajaban en las instalaciones de la NASA.
Los hechos se remontan a una cálida noche del mes de julio de 2002. Thad, su novia y otra estudiante de 19 años llamada Shae Saur, entran en el recinto del centro espacial a bordo de un jeep sin levantar ninguna sospecha. Al cabo de unos minutos, Thad y Tiffany se meten en un baño, se colocan unos trajes de neopreno y unas mascarillas de oxígeno y acceden hasta la entrada principal de la cámara.
Como explica Carmel Hagen, ninguna persona normal podría acceder hasta el interior de la cámara. Pero estos chicos trabajan para la NASA y están entrenados para resolver problemas como colocar una sonda en Marte, así que las barreras de seguridad no son más que un reto para ellos. Está todo planificado: los trajes de neopreno servirán para burlar los detectores de calor en el interior de la cámara. El equipo de respiración les proporcionará un tiempo de quince minutos para entrar y salir del habitáculo, carente de oxígeno para preservar las rocas intactas.
Para saber cuáles son los códigos de acceso de la cámara, Thad utiliza una mezcla de componentes químicos que aplica sobre los teclados y que, mediante luz negra, le permiten saber qué números son los más marcados y en qué orden. El método funciona y en pocos segundos están dentro de la cámara.
Aquello parece un gran laboratorio lleno de rocas lunares ordenadas por fecha y número de misión. Pero la cosa se complica. Las rocas están dentro de cajas de metal y cristal y apenas tienen tres minutos para abrirlas, así que deciden cargar con una de ellas y salir a toda prisa del receptáculo. De alguna manera, se las apañan para salir de allí sin llamar la atención, recorrer los pasillos, introducir la caja en el jeep y escapar como si nada. En el interior de la caja, de casi 300 kilos, había unos 100 gramos de muestras lunares de todas las misiones Apolo y un buen número de meteoritos. La NASA no se enteró del robo hasta dos días después.
El final de esta historia comienza con un mensaje en Internet, pocos días después.
«Saludos. Mi nombre es Orb Robinson de Tampa, Florida. Estoy en posesión de una rara roca lunar de gran tamaño y estoy tratando de encontrar un comprador».
Un coleccionista de minerales llamado Axel Emmermann se pone en contacto con ellos y quedan en un restaurante de Florida el 20 de julio. Durante la conversación, Thad bromea. «Espero que no lleve un micrófono encima, ¡jajaja!». Pero de hecho lo lleva. Emmermann es un agente del FBI y en unos instantes unos 40 agentes y un helicóptero les rodean. La aventura ha terminado.
Los dos han cumplido su pena. En agosto de 2008 Thad salió de prisión y le fastidió descubrir que Tiffany había seguido con su vida. Después de aquello aún quedan algunos cabos sueltos: dos piezas importantes desaparecidas en aquellos días aún no se han recuperado. Las cintas originales de las misiones Apolo y seis carpetas que debían estar en la misma caja que ellos se llevaron. Los autores del asalto dicen no haber visto nunca nada de aquello.
«Se trata de un problema cognitivo», asegura Helena Matute, catedrática de Psicología Experimental de la Universidad de Deusto. «Buscamos información que siempre confirme nuestras hipótesis previas porque así es como construimos nuestro conocimiento. No puedes estar destruyendo todo el rato lo que ya sabías, tiene que haber algún tipo de defensa para mantener ese conocimiento ya establecido». Para Miguel Ángel Vadillo, psicólogo del University College de Londres, el problema de combatir estas creencias erróneas es que no son una idea aislada. «Cuando combates esto», explica a Next, «no solo estás cuestionando una creencia sino una forma de vida. Y en cierto sentido es lógico que una persona sea muy reticente a producir cambios tan grandes. Por ejemplo, para alguien que piensa que los transgénicos son malos, lo que piensa es mucho más que eso, ha ido construyendo mil ideas alrededor y enfrentarse a su creencia es, en el fondo, combatir toda una forma de vida».
En un estudio reciente, citado por The New Yorker, el profesor de ciencias políticas de la Universidad de Dartmouth Brendan Nyhan realizó una serie de experimentos para comprobar si existe alguna estrategia para convencer a los padres de que el miedo a las vacunas es totalmente infundado. Para el experimento, Nyhan utilizó varias estrategias con un grupo de 2.000 padres seleccionados al azar a los que dividió en cuatro grupos: a unos les repartió panfletos que explicaban la falta de conexión entre las vacunas y enfermedades como el autismo, a otros les dieron información sobre los riesgos de las enfermedades que las vacunas previenen, a otros les mostraron fotos de niños que habían sufrido estas enfermedades y a un cuarto grupo se les relató el dramático caso de un niño muerto por sarampión. Lo desolador de las conclusiones es que ninguna de las estrategias funcionó, y en el caso de las dos últimas opciones muchos padres comenzaron a preguntarse por el efecto de las vacunas y a sospechar que de verdad estaban produciendo efectos secundarios.
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