Un niño recogido y criado en un barco se revela como un pianista fuera de lo corriente. Pero quien quiera disfrutar de su arte no tendrá más remedio que hacer ruta en el transatlántico donde toca, porque nunca ha bajado a tierra.
Segunda oportunidad que le doy a Baricco después del fiasco que me resultó Seda. Y me encuentro prácticamente lo mismo, una historia bien construída, un planteamiento original, su toque de sensibilidad, pero que a mi me parece impostada, artificial.
Creo entender por qué gusta tanto a la gente, pero también porque a mí no, ni llegará a hacerlo. Lo bueno que tiene es que es corto, porque fue escrito para representarse en el teatro.
Se deja leer.
Quien lo encontró fue un marinero que se llamaba Danny Boodmann. Se lo encontró una mañana, cuando ya todos habían bajado, en Boston, lo encontró en una caja de cartón. Tendría unos diez días, no más. Ni siquiera lloraba, estaba en silencio en aquella caja con los ojos abiertos. Lo habían dejado en el salón de baile de primera clase. Encima del piano. Pero no tenía aspecto de ser un recién nacido de primera clase. Esas cosas solían hacerlas los emigrantes. Parir a escondidas, en algún lugar del puente, y después abandonar allí a los niños. No lo hacían por maldad. Aquello era miseria, pura miseria. Algo parecido a lo que ocurría con la ropa…, subían con parches hasta en el trasero, todos con su traje, el único que tenían, gastado por todas partes. Pero después, como América es América, al final los veías bajar, a todos bien vestidos, incluso los hombres con corbata y los niños con unas camisetas blancas…, en fin, se las arreglaban estupendamente, en aquellos veinte días de navegación cosían y cortaban, al final no encontrabas ni una sola cortina en el barco, ni una sábana, nada: se habían hecho el traje bueno para América. Toda la familia. Qué ibas a decirles…
En fin, que de vez en cuando tocaba también un niño, que para un emigrante es una boca más que alimentar y un montón de problemas en la oficina de inmigración. Los dejaban en el barco. En cierto sentido, a cambio de las cortinas y de las sábanas. Con aquel niño tenía que haber pasado lo mismo. Debieron de decirse: si lo dejamos sobre el piano de cola, en el salón de baile de primera clase, a lo mejor se lo lleva consigo algún ricachón, y será feliz toda su vida. Era un buen plan. Funcionó a medias. No se hizo rico, pero sí pianista. El mejor, lo juro, el mejor.
En fin. El viejo Boodmann se lo encontró allí, buscó algo que le dijera quién era, pero sólo encontró una nota, en el cartón de la caja, escrita con tinta azul: T. D. Limoni. Había también una especie de dibujo, de un limón. También en tinta azul. Danny era un negro de Filadelfia, un hombretón maravilloso. Cogió al niño en brazos y le dijo: «¡Hello Lemon!». Y en su interior algo estalló, algo así como la sensación de que había sido padre. Durante toda su vida mantuvo que lo de T. D. significaba Thanks Danny. Gracias, Danny. Era absurdo, pero él se lo creía de verdad. Habían dejado allí aquel niño para él. Estaba convencido de ello… T. D., Thanks Danny. Un día le llevaron un periódico, había un anuncio de un hombre con cara de idiota y un bigote fino, fino, fino, de latin lover, y había dibujado un limón así de grande, y al lado estaba escrito: Tano Damato, el rey de los limones, Tano Damato, limones de rey, y algo parecido a un certificado, o un premio, o qué sé yo… Tano Damato… El viejo Boodmann ni se inmutó. «¿Quién es este maricón?», preguntó. Y pidió que le dieran el periódico porque junto al anuncio estaban los resultados de las carreras. No es que apostara en las carreras: le gustaban los nombres de los caballos, eso es todo, tenía una verdadera pasión, siempre te decía: «mira éste, éste de aquí, corrió ayer en Cleveland, mira, le han puesto Liante, ¿tú crees?, ¿será posible?, ¿y éste? Mira, Antes mejor, ¿no es para partirse?», en fin, que le gustaban los nombres de los caballos, tenía esa pasión. Le importaba un carajo quién ganara la carrera. Eran los nombres lo que le gustaba.
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