Carmen Martín Gaite. El cuarto de atrás.

julio 8, 2024

Carmen Martín Gaite, El cuarto de atrás
Siruela, 2020. 250 páginas.

En una noche de insomnio la escritora recibe la visita de un hombre misterioso, con el que supuestamente había quedado para realizar una entrevista. A lo largo de la conversación dialoga acerca de su propia obra, sus memorias, sus proyectos de futuro, todo bajo la sombra irreal de un ambiente ligeramente onírico.

Que bien me cae Carmen y que alegría me da que este libro, extraño pastiche que se autodescribe en el interior al decir que tenía que cumplir la promesa que le había hecho a Todorov de escribir una novela fantástica y también de escribir unas memorias, sea tan bueno. Aquí se mezcla todo en ese territorio extraño que es el sueño, donde todo cabe si está bien escrito.

Porque qué bien hila la autora esos recuerdos del primer franquismo con las reflexiones acerca del hecho de escribir, el análisis de su propia obra o el adelanto en formato libro del libro que le daría más fama, Usos amorosos de la posguerra en España. Al mismo tiempo construye un artefacto metanarrativo que ahora nos parece hasta inocente, pero que en aquel momento tuvo que impactar.

Se critica a sí misma por boca del misterioso interlocutor al decir que siempre tiene que explicar todo, y tropieza también -de manera consciente- en esa misma piedra al proponer dentro del propio texto las claves interpretativas del mismo. Ha sido una delicia de principio a fin. Con esa referencia al cuarto de atrás, almacén donde la libertad de la niña que fue empezó a crecer su parte escritora.

Muy bueno.

Al comedor aquel también ellos lo llamaban «el cuarto de atrás», así que las dos hemos tenido nuestro cuarto de atrás, me lo imagino también como un desván del cerebro, una especie de recinto secreto lleno de trastos borrosos, separado de las antesalas más limpias y ordenadas de la mente por una cortina que sólo se descorre de vez en cuando; los recuerdos que pueden damos alguna sorpresa viven agazapados en el cuarto de atrás, siempre salen de allí, y sólo cuando quieren, no sirve hostigarlos.
Mi madre se pasaba las horas muertas en la galería del cuarto de atrás, metiendo tesoros en el baúl de hojalata, y no acierta a entender si el tiempo se le iba deprisa o despacio, ni a decir cómo lo distribuía, sólo sabe que no se aburría nada y que allí leyó Los tres mosqueteros. Le encantaba, desde pequeña, leer y jugar a juegos de chicos, y hubiera querido estudiar una carrera, como sus dos hermanos varones, pero entonces no era costumbre, ni siquiera se le pasó por la cabeza pedirlo. Me dio a leer, cuando yo hacía bachillerato, una novela que se titulaba El amor catedrático, la historia de una chica que se atreve a estudiar carrera y acaba enamorándose de su profesor de latín y casándose con él, a mí el final me defraudó un poco, no me quedé muy convencida de que la chica ésa hubiera acertado casándose con un hombre mucho más viejo que ella y maniático por añadidura, aparte de que pensé: «para ese viaje no necesitábamos alforjas», tanto ilusionarse con los estudios y desafiar a la sociedad que le impedía a una mujer realizarlos, para luego salir por ahí, en plan happy end, que a saber si seria o no tan happy, porque aquella chica se tuvo que sentir decepcionada tarde o temprano; además, ¿por qué tenían que acabar todas las novelas cuando se casa la gente?, a mí me gustaba todo el proceso del enamoramiento, los obstáculos, las lágrimas y los malentendidos, los besos a la luz de la luna, pero a partir de la boda, parecía que ya no había nada más que contar, como si la vida se hubiera terminado; pocas novelas o películas se atrevían a ir más allá y a decirnos en qué se convertía aquel amor después de que los novios se juraban ante el altar amor eterno, y eso, la verdad, me daba mala espina. Mi madre no era casamentera, ni me enseñó tampoco nunca a coser ni a guisar, aunque yo la miraba con mucha curiosidad cuando la veía a ella hacerlo, y creo que, de verla, aprendí; en cambio, siempre me alentó en mis estudios, y cuando, después de la guerra, venían mis amigos a casa en época de exámenes, nos entraba la merienda y nos miraba con envidia. «Hasta a coser un botón aprende mejor una persona lista que una tonta», le contestó un día a una señora que había dicho de mí, moviendo la cabeza con reprobación: «Mujer que sabe latín no puede tener buen fin», y la miré con un agradecimiento eterno.

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