Anagrama, 2000. 180 páginas.
Tit. or. Joe Gould’s secret. Trad. Marcelo Cohen.
Libro alrededor de la figura de Joe Gould escritor bohemio que malvivía como un pordiosero mientras escribía la historia oral de nuestros tiempos, una gigantesca obra basada en las historias que escuchaba por las calles. La primera parte es el perfil que escribió el periodista para The New York Times y la segunda, escrita después de la muerte del protagonista, rememora anécdotas con él y aventura una hipótesis: la historia oral nunca se escribió.
El perfil nos pone en contexto y es una pieza de periodismo excelente. Nos dibuja a un Joe Gould que nada tiene que envidiar a los bohemios europeos, publicando alguna cosa aquí y allá pero entregado por completo a una obra secreta y monumental. La segunda parte ha sido criticada porque mucha gente confirmó tener cuadernos en los que Joe Gould había escrito escenas de la historia oral y contradicen la tesis del autor de que ésta realmente no existió.
En cualquier caso una vida fascinante muy bien contada. Hay una película que no he llegado a ver.
Bueno.
Joe Gould es un hombrecillo risueño y demacrado que desde hace un cuarto de siglo goza de notoriedad en cafeterías, comedores, bares y tugurios de Greenwich Village. A veces, con cierto sarcasmo, se jacta de ser el último bohemio. «Todos los demás se han quedado en el camino», dice. «Algunos están bajo tierra, otros en el manicomio y otros en la publicidad».
Gould no vive sin preocupaciones; sufre el tormento constante de lo que llama «la Trinidad»: intemperie, hambre y resacas. Duerme en bancos de estaciones de metro, en suelos de estudios de amigos y en albergues para vagabundos del Bowery. De vez en cuando emprende una penosa marcha hasta Harlem para ir a uno de esos establecimientos conocidos como «Anexos del Cielo», donde los seguidores del padre Divine, el evangelista negro, lo alojan una noche al precio de quince centavos. Mide un metro sesenta y rara vez pasa de los cuarenta y cinco kilos. No hace mucho le contó a un amigo que no comía decentemente desde junio de 1936, cuando fue a Cambridge para asistir a un banquete de los graduados de Harvard de 1911, promoción de la cual es miembro. «En materia de carencias», dice, «soy la máxima autoridad de Estados Unidos».
A la gente le cuenta que vive de «aire, amor propio, colillas de cigarrillos, café de vaquero, sándwiches de huevo frito y ketchup». El café de vaquero, explica, es café fuerte solo y sin azúcar. «Ya hace tiempo que he perdido el gusto por el buen café», dice. «Prefiero con mucho ese café que, si uno lo bebe y lo bebe, a la larga hace que le tiemblen las manos y vuelve amarillo el blanco de los ojos.» Cuando come un sándwich, por lo común Gould vacía en el plato uno o dos frascos de ketchup y da cuenta de ellos con cuchara. Los camareros del Jefferson Diner de Village Square, uno de los paraderos de Gould, guardan todos los frascos de ketchup en cuanto lo ven asomar por la puerta. «No es que esa maldita salsa me guste en especial», dice él, «pero tengo por norma comer todo lo que encuentro. Y que yo sepa es la única cosa que no te hacen pagar».
Gould es yanqui. La rama de los Gould a la cual pertenece existe en Nueva Inglaterra desde 1635 y está emparentada con muchas otras familias de alcurnia, como los Lawrence, los Clarke y los Storer. «En mí nada es casual», dijo él una vez. «Le diré qué ha hecho falta para hacerme como me ve. Ha hecho falta una buena dosis de sangre yanqui añeja, una aversión abrumadora a todas las posesiones, cuatro años en Harvard y veinticinco años de destrozarme las tripas con infames brebajes y mala comida.» Dice que se ha apartado del resto de la humanidad porque no quiere poseer nada. «Si el señor Chrysler pretendiera regalarme el edificio Chrysler, me faltaría tiempo para echar a correr. De ningún modo querría tener ese edificio; me tendría él a mí. Allá en mi pueblo, en Massachusetts, me llamarían yanqui chiflado. Aquí me llaman bohemio. Bien, soy seis partes de lo uno y media docena de lo otro».
Gould tiene voz gangosa y acento de Oxford. Camareros y dependientes del Village se refieren a él como el Profesor, el Gaviota, el Profesor Gaviota, el Mangosta o el Chico de Bellevue. Viste ropa desechada por sus amigos. Invariablemente el abrigo, el traje, la camisa y hasta los zapatos le vienen dos tallas grandes, pero él los usa con una especie de desenfado abatido. «Míreme», dice. «Lo único que me queda bien es la pajarita.» En los días más crudos de invierno se pone una capa de periódicos entre la camisa y la camiseta. «Soy un esnob», dice; «uso solamente el Times». Le gustan los tocados inusuales: una boina, un casquete, una gorra de marino. Una noche de verano se presentó en una fiesta con traje de lino a rayas, polo, faja carmesí, sandalias y gorra de marino, todo heredado. Usa una larga boquilla negra, en la cual suele insertar colillas que recoge por la calle.
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