Impedimenta, 2022. 192 páginas.
A pesar de que lo venden como novela es un libro de cuentos que incluye los siguientes:
Yace el cuerpo de un hombre enamorado
Mi hijo llevará el nombre de mi padre
Fui piedra
Del mismito color que el vino
Yo he visto a un niño llorar
Martinete
Por las trenzas de tu pelo
De aquella campana triste
Retrato de un cazaor
La Jacoba, que leía el futuro
Un burrico
La navaja oxidá
De tomillo y castañas
Bisonte
«The Night They Drove Old Dixie Down»
Que comparten lenguaje y un ambiente a medio camino entre lo sobrenatural, el western flamenco y las páginas del periódico El caso. Pero aunque se cuenten sucesos truculentos, aparezcan personajes marcados por la desgracia, o se asomen apariciones sobrenaturales, lo importante es la intimidad cotidiana, el desamparo, la tristeza del desamor o la vergüenza de tus circunstancias.
En uno de mis preferidos, La Jacoba, que leía el futuro, se nos cuenta como en una buena tragedia griega la historia de un amor y una redención imposible, porque el destino ya está escrito y no hay manera de cambiarlo sin que las cosas vayan a peor. Y nosotros, como lectores, intuimos que es verdad.
Muy bueno.
Nadie sabía su apellido.
Si es que lo tenía.
Porque con esa carica negra escondida entre los pelos a veces parecía más hija de una loba que de una mujer. De esas lobas que había antes por la sierra: algunas veces se habían colado por las noches en las cuevas y se habían llevao a los niños.
O se los comían allí mismo, en la puerta de la cueva, hasta no dejar naíca más que huesos y un poco de carne mal pegá que horas después rapiñaban como podían los cuervos.
La Jacoba recibía en su cueva.
El parné por delante. No vayamos a líos. Una vez bien guardao en el refajo, pasa, ¿quieres un poco de infusión de tomillo? ¿Una botellica de cerveza? Los papaviejos los hago yo y me duran toa la Pascua. El fulano o la fulana de turno le pega un mordisco a la masa frita, bañada bien en azúcar, y se sienta en una silla de anea como las de los tablaos.
En la cueva hace frío cuando afuera hace calina y el calor protege dentro cuando afuera hace un rasca de pelarse.
Al principio, las mismas preguntas: amoríos y chuminás. Una que llega enamoriscá y quiere saber si el otro pues eso; el que no ha catado gachí en años, más feo que Picio, preguntando que si sigue pelando la pava con la zagala del colmao o mejor se cuelga ya de un olivo de los de Fernán Pérez. Esas cosas de la vida. Lo que llaman las cosquillicas del cuerpo.
Luego, temas de lindes y de jorfes, claro: que si cortijos a medio repartir entre hermanos que no pueden ni verse, que si mi primico el mayor me debe cinco pellejos de aguardiente y quiero sabé si me los va pagá, que mis aperos están en casa del señorito y no me los quiere devolvé. La Jacoba llegaba donde no llegaban los curas. Apañaba lo que no apañaban los guardias civiles como el Fali o Robertico el de Águilas.
Algunas veces, que si mi hermana está mu malica de sus fiebres, que qué le doy, pues anda y toma un poco de marrubio; mi Joselico, ay, que me devuelve todo lo que come y por las noches venga a dar vueltas en la cama y por las mañanas cagalera antes de irse al campo o a la obra o a los dos y está consumío y sequico, pues dale una miaja salvia; Jacoba, lo tengo todo comío de caracoles, pues, mujer, quema un trozo grande de madera y tiras la ceniza y ya verás cómo se van los caracoles.
Cosicas del día a día del campo, que es como decir del día a día de todas partes.
Luego había días peores. Días malos. Malos de verdad.
Salían las mujeronas de los cortijos llorando de la cueva, los hombres pálidos, y algunos forasteros a los que no se les veía más el pelo por aquí.
En uno de esos días, la Jacoba te sujeta la mano. Te mira. Se te clavan esos ojos negros como las garras de un lince. Te aprieta bien. Ay, Jacoba, me duele. Calla, niño. No te suelta. Sientes esas uñas largas suyas clavás en la piel.
Y algo ve, en esa mano.
Algo ve, que si es bueno te lo dice; y si es malo, se lo calla. Y si le das más parné, a lo mejor te lo cuenta diciendo siempre lo mismo, esto que sale aquí no me lo invento yo, es lo que hay y no hay naíca que hacer. Y entonces te jode la vida la Jacoba porque ya sabes lo que te va a pasar y sabes que no puedes hacer naíca porque la Jacoba lo ha visto en tu mano y eso quiere decir que va a pasar. Y a veces, por intentar que no pase lo que dice la Jacoba que ha visto en la mano, hay gente que ha acabado peor de lo que se veía en la mano.
Y no se sabe de nadie que haya escapado nunca de lo que decía la Jacoba que leía en la mano.
Eran malos esos días. Eran peores las noches. La Jacoba quedaba mordía por dentro: con una punzá en la cabeza como la que deja el anís después de una noche de jarana, destrozá por un tigre que empezaba a comérsela y dejaba las tripas secarse al sol; con sangre resbalándole por la nariz hasta los labios.
Con ese mismico sabor a sangre en la garganta. En los dientes. En la lengua.
Se tumbaba y no daba un ruido. Se quedaba dormía cuando cantaban los gallos.
Y soñaba que era una loba.
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