Capitán Swing, 2012. 320 páginas.
El criado de Paul Bowles le dijo que el también tenía historias para contar, y Paul le dijo cuéntame una y te digo si merece la pena escribirlas. Así lo hizo y el resultado es este libro, las andanzas del autor, que tuvo que ganarse la vida desde muy temprano, con un padrastro que no lo quería y en una sociedad en la que faltaba el trabajo.
Lo venden como una aproximación a la cultura oral y bueno… oralidad hay, pero vamos, que no hubiera estado mal un poquito de literatura también. Porque los narradores de historias son una institución en la cultura árabe y aquí mucho talento narrativo tampoco es que haya. Si lo comparo con el libro El narrador de historias no hay color.
Algún momento bueno tiene, pero, con sinceridad, pocos. De la mitad para delante se anima un poco pero en las últimas páginas vuelve a decaer.
Se deja leer.
Dame un billete de cien pesetas, le dije. Veré si puedo cambiarlo.
Sacó un billete y me lo dio. Toma, dijo. Era uno de los viejos billetes que las ratas habían estado masticando.
Fui hasta un bacal en la calle de Italia y pedí un paquete de cigarrillos. El hombre miró el billete.
Este billete no tiene numeración, dijo. Tendrás que llevarlo al banco.
Volví a donde me esperaba Gordo y le dije: Mala suerte. Nadie va a coger ese dinero. ¿Cuánto me darás si te lo cambio todo?
¿Dónde?
Tú no te preocupes. Puedo cambiarlo. Mañana, incha Alá, se lo daré a alguien que conozco. Él irá a cambiarlo por mí.
¿Lo harás? ¿De verdad?
¡Lo juro!
Entonces dijo: Uaja. Aquí lo tienes. Sacó el paquete de su bolsillo.
¿Cuánto hay?, le pregunté.
Cuéntalo. Hay quinientos riales.
No sé, le dije. Puede que haya quinientos o trescientos.
Yo no sabía contar dinero.
Haré que te lo cambien, le dije. Me das a mí cinco riales y trato hecho.
Cógelos, dijo.
Me llevé todo el paquete. Esa noche dormí en el horno. Por la mañana, a eso de las diez, subí al bulevar y le pregunté a un hombre por el Banco de España.
Está allí, me dijo. Ese edificio que tiene dos puertas.
Crucé hasta el banco y entré. Había gente esperando en una cola. Uno de los guardias musulmanes me vio enseguida. No dejaba de mirarme. Vino hasta donde yo estaba y me dijo:
Nada, contesté. Tengo algo de dinero y quiero cambiarlo.
Pues ve a hablar con ese hombre, me dijo.
Me acerqué hasta un nazareno que estaba detrás de un mostrador y le di el dinero. Empezó a contarlo, y estuvo contando un buen rato. Luego, me dio billetes nuevos. Miré lo que me había entregado. Eran muy pocos, y yo le había dado un montón.
Te he dado muchos, le dije. Y mira qué pocos me has devuelto.
Ésa es la cantidad correcta, dijo. Cuéntala. ¿No sabes contar?
Sí, dije. Metí el dinero en mi bolsillo y me marché. Ese día no volví al horno. Me quedé en la calle bebiendo gaseosas y jugando a la ruleta, enfrente del cine. Me compré un par de sandalias, porque andaba descalzo. Luego fui a los puestos de segunda mano en Bou Araqía y compré allí una camisa y una chaqueta. Dormí en casa esa noche. A la mañana siguiente, a las diez y media, volví al horno.
En cuanto entré me dijo el maallem: ¿Dónde has estado?
Maallem, le dije, ayer me llevaron a la comisaría de policía. Y me quedé allí toda la noche.
¿Por qué?
Nada importante. Me peleé con alguien.
Siempre te metes en lo que no te importa, me dijo. ¿Ves lo que pasa? Duermes en la comisaría. ¿Por qué te metiste en esa pelea?
Por nada. Ya es agua pasada, dije.
Salí y llamé a Gordo. ¿Sabes dónde he estado? Por tu culpa tuve que dormir ayer en la comisaría. Y esta tarde a las tres tengo que ir otra vez. Todo por tu maldito dinero. Y por cierto, el dinero está también en la comisaría.
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