Isabel Mellado. El perro que comía silencio.

julio 5, 2024

Isabel Mellado, El perro que comía silencio
Páginas de espuma, 2011. 126 páginas.

Aunque no es una escritora muy conocida sus cuentos me han dejado muy buen sabor de boca. Aquí una reseña excelente: El perro que comía silencio del que extracto esto:

Sus cuentos tienen la fuerza de toda buena literatura: absorben, transfiguran, rompen y recomponen; y una es diferente cuando acaba de leer.

Muy bueno.

Cuatro horas al cubo
Todo comenzó con un estornudo. Yo por cortesía le dije Jesús, ella me respondió que no me tomara la molestia, que era atea. Nos embalamos de inmediato en un diálogo sobre religión, pasando por obispos muy fecundos, viajes a la India y muchos otros temas que podrían llenar cuatro horas de tren y varios vagones.
Esta vez decidí fingirme un profesor de filosofía y letras. Separado, bien optimista. Amante de los niños, claro. Mis padres vivirían lejos, en Tierra del Fuego al menos, y yo, aunque soñador, sería un tipo muy asertivo.
Cuatro horas de tren no son solo cuatro horas. Es una vida pequeña, cuatro horas al cubo. El marco perfecto para mostrarse encantador, recreándose una personalidad de salón y un curriculum como siempre se ha querido tener, y representar el rol del rufián, el seductor, el artista o, en caso de tener mala compañía, el sordomudo de nacimiento. Aquí, con la certeza de no volver a ver a tu interlocutor, sin riesgo de un futuro común (qué falacia eso del futuro común, ¿se referirán a la muerte?), puedes rápidamente saltarte los recovecos habituales llegando al meollo y, con suerte, si hay química de vagón, alcanzar cercanías insospechadas. No hay como una buena conversación en tren. Te responden. Yo la practico dos veces por mes desde que me peleé con mi psicoanalista. Es mucho más barato y más ameno. Eso sí, tengo un precepto igual que el psicoanalista: pase lo que pase, nunca intercambiar ni pelos ni señales, o sea, nada de teléfonos ni intentar rejuntarse nunca. Sin la vertiginosidad sobre rieles, la compresión del tiempo, la libertad de ser lo que no se es y el sedante mantra: Talán chucu chu, talán chucu chu, no volvería a ser lo mismo.
La comunicación en un avión es otra historia. El tiempo pasa volando y la gente es recelosa de su espacio, egoísta, quizá porque en la inseguridad del aire se activan mecanismos de supervivencia. En cambio, en el tren se respiran mejores intenciones, ganas de conversar e incluso de estar de acuerdo. El tren te hace parecer más persona.
He sido mucho, desde astrónomo a sepulturero. Si me toca una mujer bonita, para olería mejor me hago el ciego. De seguro soy profesor de matemáticas si suben niños. Con las ancianas acostumbro a ser un hipocondríaco y cuando estoy cansado, falto de ideas, trabajar para una ONG es una buena opción. Ya no cometo el error de representar un papel demasiado bien, una personalidad coherente despierta sospechas.
Hay veces que repito, pero le agrego un gato, algún cáncer terminal, un hermano perdedor y una ilusión o un vicio, y soy ya tan dúctil, que al cambiar de interlocutor paso en un segundo de militante vegetariano a histérico experto en tauromaquia, o de viudo reciente a casado igual de reciente, por dar algún ejemplo. Se lo debo a mi psicólogo, si soy algo y también lo contrario, nunca seré un neurótico, o algo por el estilo me dijo.
Intento no caer en tópicos y doy a mis personajes toda la libertad y todos los sentimientos que deseen tomarse, aunque me dejen seco. Luego vuelvo a casa y duermo, duermo hasta que me asimilo.
Tal vez porque teníamos las cortinas cerradas, nadie intentaba entrar a nuestro compartimento y la chávala del estornudo ateo la verdad es que llevaba horas haciendo méritos. Me había convidado de su pan con queso y me inspiraba frases bastante inteligentes, un pasado lleno de becas, amores y amigos. Ella era alegre, fresca, disparatada como un potrillo. Yo estaba de lo más conversador y hasta espontáneo se podría decir. De repente ella me plantó un beso (ahora entiendo la expresión).
El profesor de filosofía y letras que llevaba puesto se quedó dislocado, le dio julepe y salió corriendo dejándome en cueros. Nos quedamos mudos, ya sin frases de marketing. Locuaces se nos pusieron las manos y el cuerpo.
Casi me dan ganas de interrumpir la terapia, no mudar más de piel cada vez que bajo del tren. Especialmente ahora que me cubre tan felizmente los huesos. Ya no se siente de aluminio. Pero llevo tres años en esto. He sido tantos tipos regios, personalidades de fantasías y pasiones y sé que aún estoy a mitad de camino de lograrme… Me espeluzna la sola idea de bajarme en la estación de siempre, de nuevo tan yo y sin su teléfono. Intento convencerme: mejor seguir siendo muchos tristes que uno solo contento.

Epopeya
Cuando Epopeya nuestra gallina estiró la pata, la tuvo que reemplazar mi hermano Raúl. El trabajo dignifica, cacareaba pujando su primer huevo. No le salió tan mal, solo que en blanco y negro, por lo que decidimos incorporar a su dieta algunas corontas de maíz y gusanitos.
Ahora tiene más rutina en el asunto. Eso sí, mientras empolla se le suben los humos a la cabeza. Todo huevo lleva su sol dentro, nos dice muy solemne y nos obliga a girar en su órbita. Por mi parte, me estoy reorganizando. Nuestra vaca Primavera ya está muy vieja.

El arte de la fuga, por favor
Aunque ella no era verde yo la quería, pero mejor vamos por partes. Les voy a rezongar mi historia.
Mis raíces son del campo. Era primavera cuando vi la luz, rodeado de pensamientos, gladiolos, tulipanes y un sinfín de árboles. De antes no consigo acordarme. Solo de una oscuridad cariñosa. Crecí en un pueblo soleado y húmedo. El señor que cuidaba de nosotros con mucha diligencia nos hacía escuchar todos los días música de Bach para que nos desarrollásemos fuertes y sanos.
Una mañana en que el sol recién había asomado y yo tatareaba el primer tema de El arte de la fuga, apareció un camión por la finca y en cuestión de minutos nos empujaron a todos dentro. Sin violencia, cabe decir, pero también sin explicaciones. Nunca volvería a esas tierras.
La marcha se hizo eterna, en caso de que la eternidad fuese tan estática. Sin luz ni cielo abierto. No, la eternidad seguro que transcurría, pero sin dañar, como Bach, que significa arroyo en alemán.
El camión por fin se detuvo y entre dos hombres nos descargaron sobre unas mesas.
A nuestro alrededor circulaba multitud de gente. Jamás había visto tanta. Se afanaban de un lado para otro arrastrando carros o conversaban entre ellos con grandes bolsas colgando de los brazos. Frente a nosotros, así como a izquierda y derecha, se alineaban incontables mesillas sobre las que depositaron todo tipo de frutas y verduras. Un poco más lejos me pareció reconocer algo de verdad impúdico. Raíces al aire.
Estoy todavía estremecido, asqueado hasta la savia cuando se acerca una mujer pálida y me apunta con el dedo. Tiemblo de terror. ¿Me dejarán también a mí desarraigado y mustio como al otro? -¿Cuánto cuesta este hibisco? -Quince euritos para usted, prima. -¿Siempre le cobra tanto a sus parientes? Por diez me lo llevo.
-Pero caserita, usted lo quiere regalado. Este hibisco es muy fino y si lo trata bien le dará flores todo el año. Acuérdese de mí.
-Por doce me lo llevo feliz.
-Para que usted sea feliz, primor, yo, cualquier cosa, pero no se lo cuente a nadie, mire que me hago mala fama.
Antes de entender qué está pasando, la mujer me abraza con delicadeza y a pasos irreversibles me separan de mis amigos del vivero.
-Hola, mira qué planta tan linda he traído, Rafa. ¿Te gusta?
-Siempre tirando el dinero por la ventana, como si tuviésemos tanto.
-Tú sabes de sobra que no soy botarate. Hace meses que no me compro nada pero como me habían pagado recién el planchado extra, no me pude resistir. Siempre quise tener un hibisco. Es planta de ricos y quizá nos traiga suerte.
-¿Qué hay de comida? ¿Trajiste cerveza?
-Ahí te dejo, tesoro. Cerca de la ventana para que te dé la luz. Te cambiaré a un macetero más amplio. Tú pórtate y dame muchas florcitas.
Gema me riega con cariño, pero no está nunca en casa. Trabaja demasiado la pobre. Pasan los días y me empiezo a sentir lacio. Echo de menos el terruño, a Bach. Desde mi ventana, que suele permanecer cerrada, veo pasar los autos. Uno tras otro, así. En el salón se amotinan las botellas vacías. El humo de los cigarros se adhiere a mis fibras y el televisor está siempre encendido y Rafa siempre apagado o bien borracho. Necesito motivación, belleza. Voy a intentar mi primera flor. Vamos viendo…, hay que empezar acurrucando tanta ternura como pueda para el capullo.
Me hice amigo de una lombriz de tierra. Como es muy tímida y no le gusta la tele, sale solo de noche a conversar conmigo. De día cava túneles en mi maceta y mastica y escupe la tierra hasta que la relaja.
-Estoy harto de mi jefe. Qué tipejo. Me volvió a llamar a su oficina porque, según él, le habían llegado quejas de mí.
-Ten cuidado, Rafa. Aún no completas tres meses en ese trabajo y vuelves a tener problemas.
-¿También tú me vas a sermonear? Estoy hasta la coronilla de llenar papeletas. Voy a hacerme taxidermista, así andaré a mi gusto.
-¿Cómo que taxidermista? ¿No querrás decir, taxista?
-Tú siempre tan sabionda. La comida te ha vuelto a quedar salada. ¿Y dónde escondiste el orujo?
Ya es de noche y desde el salón escucho cómo Rafael pelea con Gema.
Me amanezco y doy a flor. Una ofrenda para ella. Me salió llena de contrapunto entre aroma y color, un Arte de la Fuga vegetal.
Gema se va a la casa de su madre sin siquiera ver la flor.
Una brisa fresca (Gema ha dejado la ventana abierta) me trajo una abeja. Zumbaba ronca y peluda. Sus patitas trepaban por mi tallo, por mis costillas en el preámbulo de la polinización. Después estuvimos hablando de música. Fue divino.
Hace cuatro días que no vuelve Gemita y tengo una sed horrenda.
En calzoncillos, tumbado sobre el sillón como una morsa, Rafa se pasa toda la noche viendo películas pomo. (Ni pensar en probar cosas así con abeja). Duerme durante el día y no se molesta en abrir las cortinas.
Hoy es mi sexto día en ayunas. Escucho las gotas de lluvia desnucándose contra la ventana y es un tormento.
-Compadre, lo siento pero me voy. La tierra está tan seca que se me acalambra la mandíbula con el mastique y no consigo nada. Fue un gustazo conocerlo. Ojalá volvamos a encontrarnos en mejores tierras.
Se fue mi lombriz y ya ni siquiera logro entretenerme con la fotosíntesis. Tengo mis gargantas tan secas… Voy a hacer inventario: tres hojas aún turgentes, dos achurrascadas en las puntas y con pulgones, y dos amarillo patito. Un cadáver de flor colgando a media asta y la moral por los suelos. Qué estropeado estoy.
Al octavo día suena el picaporte y veo a Gema en la puerta. Salvado.
Gema ordena el hogar dos días completos. Por la conciencia sucia conmigo, me compró abono y limpió mis hojitas. Yo, nada de rencoroso.
No han pasado ni dos semanas y Rafa llega a casa borracho y tardísimo. Como era de imaginar, lo han echado del trabajo. Escucho golpes y gritos. Luego Rafa se va dando un portazo.
Por la mañana Gemita me martiriza obligándome a oír seis veces una canción que dice «Se nos gastó el amor de tanto usarlo». ¿Por qué la tragedia puede ser tan ridicula? Veo que entre lagrimón y lagrimón hace su maleta. Todo indica que nos vamos. No, me he equivocado, a mí me deja en la acera.
El sol está pegando fuerte. Ojalá venga pronto alguien y me lleve. ¿Tal vez algún amante de la música?
Los sueños son bolsillos de la noche.
Detrás de cada gran verde hay un azul y un amarillo
abrazados.
La sonrisa, el mejor atajo.
Ignórame al menos con dulzura.

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