Paidos, 2001. 142 páginas.
Trad. Francisco Rodríguez Consuegra.
Creo que entiendo las teorías del filósofo Quine (la subdeterminación de las teorías, el holismo o las dificultades de la traducción), pero no estoy seguro de entenderlo a él cuando lo leo. Por eso, aunque en general estoy de acuerdo con lo que dice, cuando no lo estoy tengo que callarme, porque seguramente es que no lo he entendido bien.
Y aunque sus teorías han sido usadas como bandera por los postmodernistas y los relativistas culturales él nunca lo fue. Estaba en contra del relativismo y también de conceptos tales como la inconmensurabilidad de las teorías. Que tengamos dificultades para saber si una teoría es o no verdadera no quiere decir que todo valga.
Lectura estimulante, pero árdua.
Si esto fallara, el último recurso sería formular la tesis de la subdeterminación de forma que dijera, meramente, que nuestro sistema del mundo está destinado a tener alternativas empíricamente equivalentes que, si se descubrieran, no veríamos el modo de reconciliarlas mediante una reconstrucción de predicados. Creo en esta vaga y modesta tesis. Además, con toda su modestia y vaguedad, la creo vitalmente importante para nuestra actitud ante la ciencia. Lo que dice de hecho es sólo que existen alternativas sistemáticas no descubiertas mucho más profundas y menos transparentes que, por ejemplo, la ilustración de Poincaré.
Esto nos emplaza a preguntarnos sobre la verdad. Quizás existan las dos teorías mejores que impliquen todos los condicionales observacionales verdaderos y ninguno falso. Supongamos que las dos son igualmente simples y lógicamente incompatibles. Supongamos, además, en contra de nuestra última conjetura, que no son reconciliables por ninguna reconstrucción de predicados, por tortuosa que sea. ¿Podemos decir quizá que una es verdadera y, por tanto, la otra falsa, pero que en principio es imposible saber cuál es cuál? O, tomando una línea más positivista, ¿deberíamos decir que la verdad alcanza, como mucho, a los condicionales observacionales y, en palabras de Kronecker, que alies übrige ist Men-schenwerk?
No me inclino por ninguna de tales posibilidades. Sea lo que sea lo que afirmemos, al final lo afirmamos como un enunciado dentro de nuestra teoría global de la naturaleza tal y como la vemos, y llamar a un enunciado verdadero es sólo reafirmarlo. Quizá no sea verdadero y quizá lo descubriremos, pero en cualquier caso no existe ninguna verdad extrateórica, ninguna verdad más alta que la verdad que reclamamos, o a la que aspiramos, a medida que remendamos nuestro sistema del mundo desde dentro. Si la nuestra fuera una de aquellas dos teorías mejores que imaginábamos hace un momento, sería cosa nuestra insistir en la verdad de nuestras leyes y en la falsedad de la otra teoría, allá donde ambas entraran en conflicto.
Esto suena a relativismo cultural; sin embargo, de ese modo se llega a la paradoja. La verdad, dice el relativista cultural, está ligada a una cultura, pero, si lo estuviera, entonces él, dentro de su propia cultura, debería ver su propia verdad ligada a su cultura como algo absoluto. No podemos proclamar el relativismo cultural sin elevarnos sobre él y no podemos elevarnos sobre él sin abandonarlo.
Existe una fantasía final que contemplar. Supónganse de nuevo dos sistemas rivales del mundo, igualmente apoyados en toda la experiencia, igualmente simples e irreconciliables mediante una reconstrucción de predicados. Supóngase además que podemos apreciar su equivalencia empírica. ¿Debemos aún aceptar una teoría y rechazar la otra en un irreductible acto existencialista de compromiso irracional? Éste parece un lugar extraño para un compromiso irracional y creo que podemos hacerlo mejor. Se trata de la situación extrema en la que haríamos bien en establecer un franco dualismo. La oscilación entre teorías rivales es de todas formas un procedimiento científico estándar, pues de ese modo es como se exploran y valoran las hipótesis alternativas. Donde no hay nunca base para la elección, podemos sencillamente contentarnos con ambos sistemas y disertar libremente en los dos, utilizando signos distintivos para indicar a qué juego estamos jugando. Tal uso de signos distintivos nos deja con dos teorías irreductibles y sin conflicto.
Puedo ahora disputar otro principio negativo de nuestros enemigos de la epistemología. Mantienen éstos que teorías radicalmente diferentes de la ciencia natural son inconmensurables. Los términos teóricos deben sus significados a sus teorías, se arguye, por lo que no retienen significado alguno para comparar las teorías. Sin embargo, los enunciados observacionales salen de nuevo al rescate, pues constituyen la moneda común, los puntos de referencia compartidos para las dos teorías. Se hallan libres de la indeterminación que acosa la traducción de enunciados teóricos, pues pueden aprenderse holísticamente por ostensión, como sucede en la infancia y como tiene lugar en el caso del primer contacto del lingüista con el idioma de la jungla. Por tanto, el comparar las respuestas de dos teorías con estos puntos de control compartidos debería proporcionar indicios de conmensurabilidad si es que las dos teorías se hallan en algún sentido bajo control empírico.
Nuestro concepto de verdad fuerza sus amarras naturalistas todavía de otro modo. Como naturalistas, decimos que la ciencia es el sendero supremo hacia la verdad, pero no decimos que todo aquello en lo que los científicos estén de acuerdo sea verdadero; ni decimos que algo que era verdadero deviene falso cuando los científicos cambian de opinión. Lo que decimos es que tanto ellos como nosotros creíamos que era verdadero, pero no lo era. Nuestros científicos buscan la verdad, no la decretan. Así, la verdad permanece en adelante como un ideal de la razón pura, según la
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