Alianza, 2014. 150 páginas.
Tit. or. Ostende 1936, sommer der freundschaft. Trad. Eduardo Gil Bera.
Novelización de la amistad entre los grandes de las letras Stefan Zweig y Joseph Roth, centrándose en Ostende, balneario belga donde el amor está en el aire y las nubes negras del fascismo todavía parecían lejanas.
Un libro que nos sirve para conocer mejor las figuras de Zweig y Roth y, sobre todo, la relación de amistad que tuvieron con sus altibajos, sobre todo por el alcoholismo de Roth con el que no debió ser fácil mantener una amistad.
El libro mejora en calidad del lenguaje a partir de la segunda mitad pero no pasa de ser correcto. Aún así, interesante.
Bueno.
Como mejor improvisa es ante la cara de su amiga. Ella le dice una vez que tiene unas hermosas pestañas maravillosamente largas. Y él contesta de inmediato que ya lo sabe, y que son así porque padeció mucho tiempo una infección ocular durante la que se quedó ciego un breve tiempo y hubo que extraerle las pestañas. Entonces tuvo que deambular en círculo en medio de un grupo de hombres ciegos y a veces chocaba con la pared. No quedaba del todo claro cómo es que sus pestañas habían vuelto a crecer tan tupidas y largas, pero no dejaba de ser una bonita historia.
Stefan Zweig cuenta sobre Roth un recuerdo primaveral de años atrás donde se encontraron con la bella esposa de un editor. «Qué bien le sienta a la señora Kiepenheuer la mañana de mayo», la había piropeado amablemente Zweig. A lo que replicó Roth: «Usted aún no la ha visto un atardecer de septiembre». Y Zweig, rendido: «Ahí se ve qué gran poeta es usted».
Joseph Roth es especialmente encantador sobre todo cuando Irmgard Keun no lo espera. Ella ha dicho sin segunda intención que aquí echa de menos el pan negro alemán. Entonces se fija Roth en un caballo de coche al que su dueño alimenta con pan negro. Y Roth les sigue a los dos hasta que media hora más tarde aparece radiante ante su amada con una hogaza de pan negro.
Cuando escriben, y lo hacen poco menos que todo el rato, Keun y Roth se sientan en mesas separadas. Ella junto a la ventana, y él, al fondo del bistró, porque no soporta el sol. Sus ojos, sus pies hinchados, su piel, su traje, nada de él está hecho para el sol de verano. Se sientan alejados entre sí, pero al alcance de la voz. Vigilándose con desconfianza, a ver quién va más deprisa y quién bebe más.
Su común jornada de escritura empieza con la lectura del horóscopo en Paris Soir. Y termina alrededor de las cinco de la tarde, con la llegada de Stefan Zweig, que pasa saludando brevemente al lado de la mesa de ella y va al oscuro rincón del fondo, a la de su amigo.
Al principio, Irmgard Keun lo encuentra distante y escribe a América: «Stefan Zweig es un hombre fino, del todo aterciopelado, que rezuma bondad y filantropía. No sé qué hacer con él ni con sus libros». Ambos se sienten cordialmente extraños. A lo que se añade otra cosa: celos de ese hombre que ha tomado algo así como el papel de una fiel esposa solícita en el caos de la vida de Joseph Roth. Y vergüenza. Ella no quiere ver a su amado poeta dependiendo de ese otro. No quiere que Zweig pueda sentirse superior a Roth. No quiere que su brillante Roth se deje mantener por Zweig. De modo que se origina poco menos que una enemistad, y no tarda ella en mirar con ojos hostiles al mejor amigo de Roth: «Hace un efecto muy decorativo. Es tal y como se imagina a un escritor famoso alguien que va al cine. Mundano, elegante, acicalado, con una suave melancolía en la mirada. Habla de Viena con efusión cariñosa, y pinta con un encantador tono pastel las imágenes de su vida que ya ha empezado a descomponerse callada e inexorablemente».
Cuando Roth se burla de Zweig, lo hace por autodefensa y esforzándose en no perder su autoestima, tampoco aquí, con el traje nuevo pagado con el dinero del gran amigo.
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