Animal sospechoso, 2019. 330 páginas.
Trad. Pilar Carrasco Callol.
Autobiografía de Vittorio Alfieri, escritor y dramaturgo italiano de familia bien que narra su infancia y adolescencia, como se introdujo en el mundo de las letras, sus múltiples viajes buscando cultura y algunos de sus amoríos.
Sin estar mal, resulta curioso lo naif que es el libro, parece escrito por un adolescente encantado de conocerse a sí mismo y aunque algunas de las cosas que cuenta son interesantes la primera mitad del libro me resultó algo cargante.
Eso sí, la edición estupenda.
Se deja leer.
Convencido yo en lo más profundo de mi corazón de la necesidad de esta total diferencia de mantenerse en los dos estilos, y tanto más difícil para nosotros los italianos cuanto es un juego forzado creársela en los límites del mismo metro, yo prestaba pues poca atención a los resabidos de Pisa en cuanto al fondo del arte dramático y en cuanto al estilo a emplear; sino que los escuchaba con humildad y paciencia sobre la pureza toscanesca y gramatical, aunque ni siquiera en esto los presentes toscanos gran cosa la ostenten.
Heme aquí entretanto a menos de un año de la función de la Cleopatra, poseedor exclusivo del pequeño patrimonio de tres otras tragedias. Y aquí me toca confesar, en honor a la verdad, de qué fuentes las había sacado. El Felipe, nacido francés e hijo de francés, me vino del recuerdo de haber leído muchos años antes la novela Don Carlos del Abate de Saint Royal. El Polinices, galo él también, lo saqué de Los hermanos enemigos de Racine. La Antígona, la primera en no estar mancillada con origen exótico, se me ocurrió leyendo el duodécimo libro de Estacio en la traducción antes mencionada del Bentivoglio. En el Polinices, el haber añadido yo algunos trozos cogidos de Racine y otros cogidos de los Siete valientes de Esquilo, que deletreé en la traducción francesa del padre Brumoy, me hizo prometer que después nunca más leería tragedias de otros antes de haber hecho las mías, en el momento en que trataba asuntos ya tratados, para no incurrir de esta manera en la tacha de ladrón, y equivocarme o hacerlo bien, por mí mismo. Quien lee mucho antes de componer roba sin darse cuenta y pierde originalidad, en caso de tenerla. Y por esta razón también había abandonado desde el año anterior la lectura de Shakespeare (además porque me tocaba leerlo traducido al francés). Pero cuanto más me gustaba aquel autor (del que sin embargo distinguía todos los defectos), tanto más me quise abstener.
Apenas hube redactado la Antígona en prosa, la lectura de Séneca me entusiasmó y me forzó a idear en un sólo parto dos tragedias gemelas, el Agamenón y el Orestes. No me parecía, así y todo, que me habían salido como un hurto hecho a Séneca. A finales de junio salí de Pisa y fui a Florencia, donde me quedé hasta el final de septiembre. Me apliqué muchísimo en apoderarme de la lengua hablada; y, conversando diariamente con florentinos, lo conseguí bastantemente. Por lo que empecé desde aquel momento a pensar casi exclusivamente en aquella riquísima y elegante lengua; primera e indispensable base para escribirla bien. Durante mi estancia en Florencia versifiqué por segunda vez el Felipe de cabo a rabo sin siquiera mirar aquellos primeros versos sino rehaciéndolos a partir de la prosa. Pero los progresos me parecían lentísimos y a menudo me parecía incluso deslustrar que mejorar. En agosto, encontrándome una mañana en un corro de literatos, oí por casualidad recordar la anécdota histórica de Don García, matado por su propio padre, Cósimo I. Este hecho me impresionó; y así, como que no estaba impreso, me lo procuré manuscrito, sacado de los archivos públicos de Florencia; y enseguida e aquel momento ideé la tragedia. Continuaba entretanto a borrajear muchas rimas, pero todas me salían infelices. Y aunque no tenía en Florencia ningún amigo censor que equivaliese al Tana y al Paciaudi, sin embargo tuve bastante sentido común y criterio para no dar copia de nada a nadie, e incluso la sobriedad de irlas recitando poquísimo. El mal éxito de las rimas no me desanimó a pesar de todo; sino que más bien me convencía de que no tenía nunca que dejar de leer las óptimas y aprenderlas de memoria para empaparme de formas poéticas. Por lo que aquel verano inundé el cerebro de versos de Petrarca, de Dante, de Tasso, e incluso hasta los tres primeros cantos enteros de Ariosto; totalmente convencido de que infaliblemente llegaría el día en el que todas aquellas formas, frases y palabras ajenas me saldrían después desde las células de mi cerebro mezcladas y ensimismadas con mis propios pensamientos y sentimientos.
No hay comentarios