Incluye los siguientes relatos:
Cambio, Lucy van Pelt
Punto final, Gérard Klein
Un domingo romano, Lino Aldani
El mejor de los mundos, Ion Hobana
El elefante, Slawomir Mrożek
Reflejo espontáneo, Arkadi y Boris Strugatski
Los centinelas, Sebastián Martínez
Cyborg, Domingo Santos
Historias del robomóvil, Luis Vigil
Que no sé si son una muestra representativa de la ciencia ficción europea de la época o de los gustos de los antologistas. Unas historias más centradas en la crítica social y ecológica que en el sentido de la maravilla y que, en general, han envejecido fatal. Se salva Reflejo espontáneo de los hermanos Strugatski y las tres historias de los fundadores de la revista que no están tan mal, sobre todo cuando como en el caso de Vigil echan mano del recurso del humor.
No está mal.
Mutra se sentía aburrido.
Cierto que el aburrimiento, como reacción a la uniformidad y la monotonía del ambiente, la insatisfacción de sí mismo, la pérdida del interés por la vida, sólo son inherentes al hombre y a algunos animales. Para aburrirse, hace falta tener con qué experimentar el aburrimiento: un sistema nervioso de sutil y perfecta organización. Hace falta ser capaz de pensar o, por lo menos, de padecer. Mutra no tenía sistema nervioso en el sentido habitual de la palabra y tampoco sabía pensar. Menos capaz todavía era de padecer. No hacía más que captar, retener en la memoria y actuar. Y, no obstante, sentía aburrimiento.
Dicho en pocas palabras, todo se debía a que, después de marcharse el Amo, no quedaba en torno a Mutra nada que pudiese retener. Y el caso es que la acumulación de recuerdos había pasado a ser para Mutra el objetivo de su existencia. Le atormentaba una curiosidad insaciable, un inagotable afán de captar y retener todo lo posible. Para ello le servían todos aquellos hechos y fenómenos, desconocidos por él, cuya situación en el espacio y en el tiempo les permitía ser fuente de sensaciones aunque sólo fuera para uno de sus quince sentidos. Si no existían los hechos y los fenómenos desconocidos, había que buscarlos.
Pero Mutra había llegado a conocer el ambiente que le rodeaba hasta en su menor detalle, hasta en su matiz más insignificante. Desde el primer momento de su existencia recordaba aquel espacioso local cuadrado, de ásperos muros grises, techo bajo y puerta de hierro. Allí olía siempre a metal recalentado y a aceite aislante. De arriba llegaba un zumbido bronco y confuso que las personas sólo lograban escuchar valiéndose de unos aparatos especiales, pero que Mutra oía perfectamente. Aunque las lámparas luminiscentes del techo estaban apagadas, Mutra veía distintamente la habitación gracias a los rayos infrarrojos y a los impulsos del radar.
Así pues, como se aburría, Mutra decidió buscar nuevas impresiones. Había transcurrido media hora desde la salida del Amo. La experiencia le decía a Mutra que el Amo tardaría ahora en volver. Esa era una circunstancia que importaba mucho: una vez Mutra había emprendido sin permiso un breve paseo por la habitación y el Amo, que le sorprendió entonces, hizo algo para que Mutra, aunque atormentado por la curiosidad, no pudiera mover siquiera una antena de localización. Pero, al parecer, no había por qué temer ahora su regreso.
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