Varios. Ciencia y ciencia ficción.

febrero 28, 2023

Varios, Ciencia y ciencia ficción
Dronte, 1982. 128 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

Arthur C. Clarke, En el cometa
Colín Kapp, Enigma
Avro Manhattan, La pelota de Cricket
Hal Clement, Mancha solar
Fred Hoyle, Agente 38

Como salir del paso sin computadoras en una expedición a un cometa, una bomba que hay que desactivar y que tiene unos mecanismos sumamente complicados, una pelota extraordinariamente pesada, una expedición al sol y un agente que observa un ovni.

El mejor el de la pelota que reproduzco al final. El de la Mancha solar larguísimo e insufrible. De los más flojos de la serie.

Entretenido..

La líquida sustancia ferrosa cayó al suelo con un sonido pesado, se concentró hasta tomar la forma de una pelota, rodó lentamente fuera del cobertizo, llegó al centro del camino, y entonces se detuvo. Su paso a través del cemento armado quedó señalado por un profundo surco, como si hubiese atravesado arcilla.
El profesor Lay miró su reloj: las tres coma treinta y tres de la tarde. Su experimento había tenido éxito. Había creado una sustancia de una densidad específica desconocida, que ahora, por un azar desafortunado, se hallaba en el centro del camino.
—Vaya —dijo el policía Jelks—. ¿Qué es eso?
El profesor y el policía miraron la pelota.
—Ha estropeado el camino —dijo Jelks. Parecía inquieto—. ¿Qué es?
—En ciertas estrellas —dijo el profesor—, los átomos están apretados de tal manera que la materia de que están compuestos es inusitadamente pesada. Por ejemplo, en Van Maanen, una estrella en la que la materia tiene trescientas mil veces la densidad del agua, la cabeza de un alfiler atravesaría su mano como si fuera una bala.
—Ya veo —dijo el policía Jelks. Parecía a punto de examinar su mano, como si eso fuera a aclarar la situación—. Estoy seguro de que usted sabe lo que se dice, señor. Será mejor que la devuelva a su taller. No queremos interrumpir el tráfico.
El policía Jelks no deseaba tener nada más que ver con aquel objeto.
—No creo que pueda —dijo el profesor. Se inclinó, y trató de tomar la pelota. No se movió.
—¿Está atorada? —preguntó el policía Jelks. Alzó su enorme bota, y dio una patada a la pelota. Luego se echó hacia atrás, agarrándose el pie. La pelota ni se había movido.
Nobby Clark, del garaje, llegó en su camioneta.
—Eso no es un balón, compañero —le dijo al policía Jelks, su viejo enemigo.
—Está atorada —dijo Jelks, demasiado sorprendido para defenderse.
Nobby salió de la camioneta. Empujó la pelota con su pie.
—¿Qué es? —le preguntó al profesor.
—Un experimento —dijo el profesor Lay—. ¿Tiene usted herramientas? Me gustaría devolverla a mi taller.
Nobby trajo un martillo de tres kilos. Golpeó con él, de costado, la pelota con todas sus fuerzas. El martillo rebotó. Nobby lanzó un rugido, lo dejó caer, y se lamió los dedos.
—Este golpe habría movido al menos ciento veinte kilos —dijo el profesor Lay—. Muy interesante. La pelota debe de pesar más.
El coche de bomberos local, llamado por el policía Jelks, dobló la esquina. Los bomberos miraron la pelota. Como siempre, su talento para la improvisación fue puesto en uso. Colocaron el extremo de un cable de remolque alrededor de la pelota, y ataron el otro al coche de bomberos. El conductor lo puso en marcha lentamente, en primera. El cable se rompió un momento más tarde, dejando bastante maltrecho el coche de bomberos.
Se acercó un coche de policía. Saltaron de él cuatro agentes. Inmediatamente después, la calle estuvo acordonada, y se erigió alrededor de la pelota una pantalla de tela. Se informó al primer ministro, y se dio a los periódicos una críptica declaración, que explicaba que, por un problema en las cercanías de una estación experimental del Ministerio de la Guerra, se había tenido que acotar una pequeña área fuera del acceso del público en general. No obstante, no había motivo de alarma, pues no estaba implicado material radiactivo alguno.
Los tres jefazos del Ministerio de la Guerra llegaron a la hora del té, que fue suministrado por representantes locales del Instituto Femenino, y servido por el policía Jelks en el área cerrada por la pantalla.
—Profesor Lay —dijo el general—, no nos gusta esta publicidad. Es muy molesta.
—La pelota salió rodando de mi taller —explicó el profesor—, a causa de algún repentino tirón extra gravitacional. No pude detenerla.
—Consigan un tanque-grúa —espetó el general.
Pasó algún tiempo antes de que el equipo de la grúa lograra agarrar satisfactoriamente el objeto. Trataron de excavar el cemento a su alrededor, pero, al ir haciéndolo, la pelota pareció hundirse más. Al fin, modificaron el sistema de sujeción para que aferrase la pelota como un tornillo.
Rugió el motor de la grúa. Zumbaron los cables. La grúa vibró ostensiblemente por el enorme esfuerzo que estaba realizando. La pelota no se movió.
—¡Dele todo el gas! —gritó el general—. ¡Es propiedad del gobierno!
Se partió el cable. Y también la grúa. Tuvieron que enviar a buscar a Aldershot otra grúa para que se llevase a la primera. El general y los otros jefazos regresaron al Ministerio de la Guerra para redactar informes acerca del equipo defectuoso que estaba siendo suministrado a las fuerzas de Su Majestad por las empresas civiles, que deberían, sin duda, ser puestas bajo una inflexible disciplina militar.
A la siguiente mañana, los periódicos nacionales, cuya fuente de inspiración era Nobby Clark, habían puesto a la nación en tal estado de ansiedad acerca del objeto del profesor Lay, que las multitudes se reunieron junto a Downing Street poco después del desayuno. Todos los presentes, hombres, mujeres y niños, demostraron insistentemente que creían que debía hacerse algo. Hasta había llegado un cable del primer ministro australiano preguntando qué medidas se estaban tomando para impedir que la pelota cayese a través del centro de la Tierra y saliese por el otro extremo.
El primer ministro en persona apareció varias veces en la escalinata del número diez, haciendo su signo en V. No obstante, esto resultó bastante inadecuado como método para alzar la pelota.
A la hora de comer, aún se produjeron unos acontecimientos más dramáticos. El ala extremista de la oposición, al mismo tiempo que pedía la dimisión del gobierno, sugirió que se dejara caer la bomba de hidrógeno británica sobre la molesta pelota, eliminándola, al mismo tiempo que a un electorado predominantemente conservador.
La fuerza aérea de los Estados Unidos, utilizando bombarderos de reacción desde la base de Greenham Common, trajo en elementos la mayor grúa del mundo: una de doscientas cincuenta toneladas. Krupp de Essen telefoneó para decir que en una hora habría terminado una grúa de quinientas toneladas.
Después de la comida, el primer ministro salió de Downing Street en coche para examinar personalmente el problema. Se le pudo ver haciendo el signo de la V con una pelota de ping-pong entre los dedos.
Por aquel entonces, el lugar era un laberinto de carriles ferroviarios temporales, grúas, coches de bomberos, tropas, representantes de los sindicatos y, en los alrededores, barracas de feria erigidas por la Butlin’s Holiday Camps, Ltd. El primer ministro se abrió camino entre los círculos internos con dificultad.
—Lamento esto, señor —dijo el profesor—. Hay complicaciones no previstas.
El primer ministro gruñó. Miró la pelota, que por aquel entonces estaba muy pulimentada debido a los diversos sistemas de levantamiento que se le habían asido. La pinchó irritado con su bastón.
La pelota saltó del matorral en que se hallaba, y rodó suavemente calle abajo, por el centro, hasta quedarse quieta en la alcantarilla.
El profesor Lay se echó a reír. Miró su reloj: las tres coma treinta y tres de la tarde.
—Debía de haber pensado en esto’ —dijo—. Es un compuesto inestable. Su estructura molecular se deteriora después de… —contempló de nuevo su reloj— veinticuatro horas. Tengo que ver lo que puedo hacer al respecto.
Tomó la pelota y se la metió en el bolsillo.
—El trabajo del científico no termina nunca —dijo. Fue a su taller, y cerró la puerta.

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