Errata naturae, 2011. 260 páginas.
Tit. or. Zwei ansichten. Trad. Iván de los RÃos.
Un fotógrafo de la Alemania del Oeste y una enfermera de la Alemania del Este tienen un breve romance en BerlÃn. A partir de ahà siguen sus caminos sin apenas contacto, separados por el muro y por dos sociedades totalmente incompatibles.
El breve resumen que he puesto no dice, en realidad, mucho sobre un libro que se sustenta más en el lenguaje que en la trama. La contraportada es una maravilla de como decir mucho sin decir nada, porque ni se trata de dos visiones (oriental y occidental) de ver la vida, ni de los problemas de los amantes, ni los trasvases clandestinos de personas, ni sobre la incomunicación ni los puntos de vista. Aunque todos estos temas aparezcan en el texto.
Me ha recordado mucho a Handke, en el sentido de que priman los acontecimientos banales relatados con prosa magistral a cualquier tipo de argumento, construcción de personajes o sucesos interesantes. Y me ha dejado la misma sensación, un quitarse el sombrero ante la voz narrativa pero un bostezo ante una trama tan etérea que casi desaparece. También hay cosas brutales que se despachan en un par de frases.
Está bien.
No volvió a meter la carta en la bolsa, temÃa que la escritura pudiera borrarse al contacto con la ropa mojada. Luego la distrajeron los pequeños excursionistas, que le preguntaron qué hora era, dónde quedaba el terraplén del lago, los nombres de los bosques, y le estuvieron hablando de su campamento hasta que llegaron al embarcadero, pues la bella joven les respondÃa como si fueran personas adultas. Por la noche, en la cocina, comparó a B. con sus hermanos, que habÃan ido a hacerle una visita de cortesÃa a la madre. ¿También él jugarÃa a las cartas sobre un mantel de hule con un camionero, con un electricista? No podÃa trabajar de fotógrafo en este paÃs. Imaginó la espalda ancha y lisa de B. al lado de los fuertes hombros arqueados de sus hermanos y pensó en la estación en la que incomprensiblemente no se habÃa bajado. El skat no podÃa competir con su falta de atención, se equivocaba al anotar sus triunfos, jugaba como una principiante, y cuando la abuchearon, cedió su puesto sin rechistar al hermano pequeño, que tenÃa que estudiar y que habÃa estado mirando cómo jugaban con desdén, pero que en el fondo anhelaba competir con los mayores, que trabajaban más duramente que él. Sentada en la silla junto a la ventana abierta, con el ruido apacible de fondo, se quedó dormida entre la luz de la lámpara de la cocina y las farolas de la calle.
A la mañana siguiente, las emisoras orientales declararon aseguradas las fronteras de BerlÃn Oeste, y las emisoras de radio de la ciudad prohibida tradujeron: dijeron que su zona estaba cerrada para cualquier persona procedente de BerlÃn y Alemania Orientales, tanto si querÃan ir de compras como a visitar amigos o ir al cine o al campamento de refugiados, y que por aire se llegaba a Alemania Occidental, al mundo libre y a otro modo de vida. D. salió corriendo hacia el tren de cercanÃas. Los trenes no circularÃan más. En el largo puente, expuesta al viento del cañaveral sobre el agua de las vacaciones, se habÃa olvidado de cómo llorar, odiaba a todos aquellos que, como ella, habÃan perdido demasiado tiempo reflexionando sobre su Estado.
Es cierto que no conocÃa al Estado más que por el nombre. No le habÃan mostrado a los que detentaban el poder, no los habÃa visto más que semiocultos por tribunas, protegidos por el antepecho de los palcos de ópera. El Estado definÃa sus virtudes y ventajas partiendo de los inconvenientes del anterior y atribuÃa su poder al fin de la guerra. En aquellos dÃas, ella tenÃa cuatro años y medio, debÃa fiarse de las informaciones de los mayores. Durante mucho tiempo, habÃa creÃdo que el Estado era una institución de adultos, tanto funcionarios como maestros, de quienes debÃa protegerse creciendo, obteniendo los certificados deseados y realizando el trabajo prescrito.
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