Mondadori, 2013. 194 páginas. Oí en una serie lo siguiente: ‘Si has perdido a un ser querido, ya sabes lo que se siente. Si no, no puedes ni imaginarlo’. No puedo imaginar, ni de cerca, lo terrible que debe ser que se muera tu hijo. Tampoco como puede ser el proceso de crear un libro a partir de ese dolor. Lo leí en un viaje en tren y no paré de llorar desde el principio. No es un libro sensiblero, al contrario, en muchas ocasiones es casi documental, periodístico. Pero el dolor está ahí, y se transmite. Te arrasa, como a esos padres indefensos frente al avance de una enfermedad contra la que no se puede hacer nada. Duro, abrasivo, no leer en momentos de ánimo bajo. Las doctoras descolgaron el teléfono y aguantaron el mal humor de no sé cuántos colegas impertinentes hasta que lograron que un ecógrafo y su enfermera trasladaran el equipo a la habitación. El hombre estaba enfadadísimo por la humillante situación en que creía encontrarse. Fuera de su consulta, obligado a trastear su máquina por los pasillos como un buhonero en una sonata de Valle-Inclán. Envilecido, expulsado de su chateau de mierda. Irrumpió en el…