En nuestro coche, aparte de dos reporteros locales y de mí, también viajan tres soldados. Han colgado sus kaláshnikov sobre sus hombros desnudos (hace mucho calor, así que se han quitado las camisas). Se llaman Onom, Semakula y Konkoti. El mayor de ellos, Onom, tiene diecisiete años. Leo a veces que en América o en Europa un niño ha disparado sobre otro niño. Que ha matado a uno de su misma edad o a un adulto. Este tipo de información suele ir acompañado de expresiones de estupefacción y espanto. Pues bien, en África los niños llevan años, muchos, mucho tiempo, matando a otros niños, y en masa. A decir verdad, las guerras contemporáneas que se libran en este continente son guerras de niños. Allí donde los combates se prolongan desde hace décadas (como en Angola o Sudán), la mayoría de adultos ha muerto hace ya tiempo, por el hambre o las epidemias; quedan los niños, y son ellos los que continúan las guerras. En el sangriento caos que arrasa diferentes países de África, han aparecido decenas de miles de huérfanos, hambrientos y sin techo. Buscan quien los alimente y acoja. Allá donde hay ejército es donde resulta más fácil encontrar…
De ahí que en los lugares donde el cristianismo y el islam no se había implantado con fuerza, la riqueza de nombres que se ponía a la gente era infinita. En ello también se expresaba la poesía de los adultos, que dotaban a sus hijos de nombres como Mañana Fresca (si el crío nació al amanecer) o Sombra de Acacia (si vino al mundo bajo este árbol). En las sociedades que desconocían la escritura, con ayuda de los nombres se registraban los acontecimientos más importantes de la historia antigua y contemporánea. Si el niño nacía el día en que Tanganica había obtenido la independencia, recibía el nombre de Independencia (en swahili, Uhuru). Si los padres eran incondicionales partidarios del presidente Nyerere, podían llamar a su hijo precisamente así: Nyerere. De esta manera, desde hace siglos se ha ido creando una historia, no tanto escrita como hablada, con fuerte -por personal- grado de identificación: mi identificación con mi comunidad la expreso con el hecho de que el nombre que poseo glorifica algún acontecimiento inscrito en la memoria de un pueblo del que soy parte. La introducción del cristianismo y del islam redujo este rico mundo de poesía e historia al centenar…
Anagrama, 2000. RBA, 2009. 346 páginas. Tit. Or. Heban. Trad. Agata Orzeszak y Roberto Mansberger Amorós. Algo tiene el agua cuando la bendicen. Tanto bueno acerca de Kapuscinski tenía que tener una base, y leyendo este libro lo he podido comprobar. Es una colección de historias y vivencias del autor en África, continente que ha visitado mucho en calidad de periodista, del que se declara enamorado, y del que tiene muchas cosas que decir. El paisaje que nos muestra es, a la vez, apasionante y devastador. Belleza y hambre. Maravilla y miseria. Lleno de vida y de muerte. Me animé a leerlo por un fragmento que escuché en la vuelta al mundo en ochenta libros, que aparece casi al final del libro y que palidece ante otras situaciones mucho más intensas. Un libro tan fascinante como el continente que describe. Les dejo un fragmento pero iré colgando otros a lo largo de este mes. Calificación: Muy bueno. Extracto: – Ya lo creo -contesté-, ¡centenares! -¿Sabes? -siguió-, cuando hace mucho tiempo aparecieron aquí los portugueses y empezaron a comprar marfil, les llamó la atención el hecho de que los africanos no lo tuviesen en grandes cantidades. ¿Por qué? A fin de…