Shalom Auslander. Lamentaciones de un prepucio.

junio 5, 2023

Shalom Auslander, Lamentaciones de un prepucio
Blackie books, 2016.300 páginas.
Tit. or. Foreskin’s lament. A memoir. Trad.Damià Alou.

Biografía del autor haciendo hincapié en la culpa que siente por vivir dentro de una tradición judía que le limita las cosas que podía hacer y sus vaivenes entre la observancia de las reglas y el placer de saltárselas. Una vida con un trauma a cuestas.

El concepto de la culpa es algo que compartimos católicos y judíos. Sobre todo los que como yo peinaríamos canas si no fuera porque estamos calvos. Pero al menos los católicos no tenemos tanta reglamentación con el tema alimentario, así que solo nos queda el tema sexual que por suerte solo nos molesta cuando llega la adolescencia y ya tenemos la cabeza más despejada y podemos tomar decisiones más inteligentes.

Al menos el autor aprovecha sus traumas para construir un libro entretenido y, en ocasiones, bastante divertido. No excesivamente profundo pero agradable de leer. De paso aprendemos cómo es vivir bajo la ortodoxia de la religión.

Bueno.

¿Twix, la barra de chocolate con la galleta crujiente? Una pregunta peliaguda: Twix no es kosher. Naturalmente, en el caso de una barrita kosher con fruta, nueces u otro relleno, la bendición depende de por qué la comes. Si te la comes sobre todo por el relleno, debes recitar la bendición apropiada para ese relleno. No obstante, si te comes la barrita tanto por el chocolate como por el relleno, primero debes recitar un shehakol para el chocolate, seguido de la bendición apropiada para el relleno.
Teológicamente hablando, las barritas no merecían la pena.
Pasé la semana siguiente pecando y bendiciendo y bendiciendo y pecando, alabando a Dios y luego desafiándolo todo lo que podía desafiarlo un niño de ocho años.
El lunes por la mañana me atiborré: me tomé un cuenco de cereales Fruity Pebbles (mezonos), una tostada (hamotzei), un vaso de zumo (shehakol), media manzana (ha-eitz) y un par de patatas fritas del día anterior que encontré al fondo de la nevera (ho-adamah). Una comida, cinco bendiciones.
El martes me toqué. También consumí el pan sin antes lavarme ceremoniosamente las manos, y esa noche, antes de ir a dormir, me senté al borde de la cama y meticulosamente recité «mierda», «joder» y «culo» una docena de veces cada palabra.
Mi padre aporreó furioso la puerta del dormitorio.
—Apaga las luces, berreó.
Yo sonreía. Por ti y por mí, amigo.
El miércoles le robé cinco dólares a mi madre y no pronuncié ninguna bendición para la bolsa llena de golosinas que me compré con ese dinero. (Un Charleston Chew, que es traif o no kosher, para empezar, y un Chunky de chocolate, que habría sido un shehakol de no estar intentando matar a mi padre. Un Chunky con pasas habría sido shehakol y luego ha-eitz).
El jueves no me puse los tzitzis[6]. El rabino Kahn se dio cuenta de que no me colgaban las cuerdas de los lados, así que me agarró por la oreja y me llevó delante de la clase.
—¡«Habla con los hijos de Israel», citó en voz muy alta de la Torá mientras me azotaba las nalgas con fuerza, «y diles que hagan tzitzis en los bordes de sus prendas»!
Aquella tarde, después de faltarle al respeto a mis mayores al no sacar la basura como mi madre me había pedido, y profanar un devocionario llevándolo al cuarto de baño, me toqué —dos veces— y en silencio Le imploré a Dios que solo por esa vez le atribuyera la responsabilidad de esos pecados al rabino Kahn.
El Concurso de Bendiciones era a la mañana siguiente, y apenas pude dormir. ¿Copos de maíz? Ho-adamah. ¿Empanadillas de patata? Mezonos. ¿Refresco de raíces? ¿Es una raíz? ¿Es un refresco? Joder. Mierda. Culo. Puta. Daba vueltas y vueltas en la cama, bendecía y maldecía, y al final me sumí en un sueño agitado.
Tras haber pasado una semana en casa, Avrumi Gruenembaum regresó a la escuela justo a tiempo para el Concurso de Bendiciones. Me costó no acercarme a él y preguntarle cómo lo había hecho.
«Eh, Avrumi. ¿Fue langosta? ¿Comiste langosta? ¿Beicon? Vamos, puedes contármelo».
El rabino Kahn nos dijo que los Sabios nos dicen que la Torá nos dice que cuando Abraham murió, Dios consoló a Isaac, tal como está escrito en el Génesis 25: 11: «Tras la muerte de Abraham, Dios bendijo a Isaac». De esto aprendemos que es una tremenda mitzvah, una buena acción, consolar a los que han sufrido una pérdida. El rabino Kahn nos ordenó que formáramos una cola delante del pupitre de Avrumi y le estrecháramos la mano y recitáramos el consuelo tradicional del doliente: «Que Dios te consuele entre los dolientes de Sión y Jerusalén». Como solo tenía ocho años, todavía no estaba versado del todo en el sistema compensatorio de Dios, pero se me ocurrió que, aparte de todos mis pecados, mi padre también podría atribuirse todas mis buenas obras. No iba a arriesgarme.
—Que Dios te consuele entre los dolientes de Sión y Jerusalén, le dijo Dov a Avrumi.
—Que Dios te consuele entre los dolientes de Sión y Jerusalén, le dijo Motty a Avrumi.
—¿Cómo te va?, le dije yo a Avrumi. Mala suerte.
El rabino Kahn me pellizcó la parte superior del brazo con el pulgar y el índice y retorció.
—¡Au!, chillé.
—Skmendrik, gruñó. Idiota.
Después de que el último niño Le hubiera pedido a Dios que consolara a Avrumi entre los dolientes de Sión y Jerusalén, el rabino Kahn levantó la mano por encima de la cabeza y la dejó caer con estrépito sobre su mesa. Hasta los devocionarios temblaron.

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