Ciencia ficción ambientada en un futuro pasado ¡que curioso es leer sobre fechas que ya hemos sobrepasado!, muy setentera y, como muchas de las distopías de la época se equivoca en muchísimas cosas pero aciertan en otras que hoy en día son cotidianas y no nos causan ningún pasmo. El libro en sí no está mal, se deja leer, pero no es ninguna obra maestra.
No está mal.
En 1970, el total mundial superaba las cien mil (dos tercios de ellas estaban en los Estados Unidos); en 2018, el total se aproximaba a las cuatrocientas mil, de las cuales había menos de un tercio en los Estados Unidos. Los principios aún seguían siendo los mismos que los del motor analítico original o UNIVAC: los dos números uno y cero en secuencias controladas; pero las nuevas máquinas gigantes lograban velocidades de cerca de diez mil millones de pulsaciones por segundo, un millón de veces más rápidas que la UNIVAC. La miniaturización había permitido a las máquinas almacenar cantidades increíbles de información en pequeños discos magnéticos o cintas. Una técnica de almacenaje―láser desarrollada en principio por Honeywell, Inc. permitía grabar en una cinta magnética de mil trescientos metros el equivalente a doce páginas de información completa sobre cada uno y todos los habitantes de Europa, incluyendo la Unión Soviética.
El pop proletario revolucionario había sido el asunto durante décadas. Un pasatiempo favorito para estudiantes y graduados universitarios que jamás habían visto una fábrica por dentro, pero que sin embargo gozaban pensando que tenían conciencia social y que estaban decididos a propagar su mensaje al pueblo. Al pueblo, por otra parte, le importaba un comino. Había compañías de teatro progresistas en gira por el país (ganaban salarios tres o cuatro veces superiores a los medios del trabajador industrial) que explicaban al público (inevitablemente compuesto de estudiantes que rebosaban de celo revolucionario) cómo había que aplastar y destruir el orden establecido y edificar un mundo nuevo basado en la unidad y la fraternidad. El público escuchaba entusiasmado, todos se creían revolucionarios; luego volvían a sus universidades a prepararse para sus bien pagadas carreras.
Así todo el mundo estaba contento, todos los cantantes y las compañías de teatro revolucionarios y progresistas ganaban fantásticas cantidades de dinero. En otros tiempos, las canciones y las obras de teatro revolucionarias realmente habían significado algo; pero cuando la revolución se convirtió en una moda entre los adolescentes, degeneró enseguida, pasando a ser sólo otro gran negocio, uno de los más provechosos del país. Este género seductor, absurdo y soso se convirtió inevitablemente en éxito rentabilísimo, pues afectaba a los adolescentes en su punto más débil: el deseo de hacer algo meritorio sin riesgo, y el deseo de rebelarse contra la autoridad paterna. Así, escuchaban los discos y veían las obras revolucionarias, financiadas por el mismo orden establecido que afirmaban odiar y que obtenía de ellas cuantiosos beneficios. Se tragaban las atrocidades tan habilidosamente descritas por los autores y actores más de moda, que jamás habían visto un obrero, y que se sentirían sumamente desilusionados si por casualidad viesen uno. Hablaban de propagar el mensaje entre las masas, pero distribuían su música en discos y cassettes que exigían un equipo que ningún trabajador podía permitirse comprar. Todo lo cual significaba que en realidad nada había cambiado desde la primera aparición de los medios de comunicación de masas.
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