Roland Topor. Acostarse con la reína y otras delicias.

junio 20, 2022

Roland Topor, Acostarse con la reína y otras delicias
Libros del Zorro Rojo, 2017. 210 páginas.
Tit. or. Four roses for Lucienne. Trad. Juan Gabriel López Guix.

Colección de relatos que oscilan entre lo dadaísta y lo gamberro, con un sentido del humor muy particular y que, con sus altibajos, me deja un balance muy positivo. Uno de los mejores sobre un hada un poco particular, lo dejo de muestra al final.

Otros que también están bien son Excusa de niño, un niño que afirma que viene un hombre por la noche y se mea en su cama. Lo que parece una justificación de una enuresis evidentemente tiene un giro de guión. En uno de los más breves, Con cara de perro, un náufrago recibe la visita de un helicóptero. En Sin complejo, un hombre que cree tener ratones en casa pero lo que tiene es algo mucho más enigmático, nunca mejor dicho.

Muy bueno.

UN HADA NADA COMÚN
Todo el mundo conoce el truco de los tres deseos: un hada se aparece de repente y pide que le digan tres deseos, que a continuación ella concederá. ¿A quién no le han machacado las orejas con esa siniestra historia? Yo mismo, que tuve una infancia mártir en un hogar en el que mis padres me martilleaban por turnos el cráneo con una barra de hierro, la escuché más de mil veces.
¡Qué vergonzosa patraña! ¿Cómo se pueden proferir semejantes absurdos? Conocí una vez a un hada, y les ruego que me crean…
Aunque prefiero contar la historia desde el principio.
Un día, pues, en que mi padre —más borracho que de costumbre— me acababa de hundir un clavo en la frente para colgar un cuadro que no me gustaba demasiado, exclamé en mi fuero interno: «Sería un buen consuelo que pasara por aquí un hada para que me hiciera el truco de los tres deseos».
No había terminado de pensar la frase cuando llamaron a la puerta.
Mi padre dormía la mona tumbado en el suelo, y mi madre sangraba demasiado por la herida de la espalda (siempre la vi con un cuchillo hundido entre los omóplatos) como para ser capaz de realizar un gesto; fui a abrir.
En el umbral de nuestra pobre choza se encontraba una vieja de aspecto muy miserable.
—Buen joven, ¿me puedes dar mil francos? —preguntó.
Todavía soñaba con los tres deseos, así que me agaché sobre mi padre, extraje suavemente la cartera de su bolsillo interior y le tendí un billete a la vieja.
La vi mirar de reojo el resto del fajo.
—¿No me darías otro?
—De acuerdo, pero será el último.
Asintió bizqueando de un modo espantoso. Los billetes desaparecieron entre sus faldas. Pensó: «Me he comportado como un imbécil, es tan hada como lo soy yo».
En ese momento, lanzó un suspiro y gruñó:
—Bueno, vamos, hijito. Di dos deseos y se te concederán.
—¿Cómo, dos deseos? ¿Por qué no tres?
—¡Solo me has dado dos billetes, que yo sepa!
—Si solo es por eso…
Me volví a acercar a mi padre, a quien aligeré de otro billete. La vieja se lo guardó mascullando.
—Un poco tarde pero, en fin, es igual. Pide tres deseos.
Tomé aliento para reflexionar. Pero no resultó útil. En el acto me oí pronunciar:
—Quiero ser rico. Tener la mayor fortuna del mundo.
La vieja alzó las manos al cielo quejumbrosamente.
—¿Y de dónde quieres que la saque? ¿Por qué piensas que me veo reducida a pedir limosna a pobretones como vosotros? Si tuviera suficiente dinero para darte una fortuna, empezaría por vestirme de manera decente. No tengo nada que ponerme y ni siquiera dispongo de medios para pagarme una cura de rejuvenecimiento.
—¿No me puede hacer rico? —Me asombré, incrédulo.
—¿No te lo estoy diciendo? En otra época habría podido. Hace tiempo hice rica a muchísima gente. Pero poco a poco mis fondos se agotaron. Unas especulaciones desafortunadas, los préstamos rusos, el crash de 1929… En fin, no tengo el dinero. La ruina, vamos. Me ha costado acostumbrarme. Una tiene su orgullo. Pero, aunque pobre, soy limpia.
—Sí…
Me quedé pensativo, como cabe suponer.
—Entonces —proseguí al cabo de un largo silencio incómodo—, quiero el amor.
Su rostro se iluminó.
—Eso es fácil.
Blandió una sonrisa picara y se dispuso a desnudarse.
—¿Eh? ¿Qué hace, está loca? ¡Lo que he pedido es el amor!
—Sí, sí, ya lo he entendido. Tiene un suplemento de tres mil.
—¿Qué?
—Vamos a ver —respondió enfadada—, ¿no pensarás que me voy a entregar gratis a un ordinario como tú? Me parece que tres mil es razonable.
—Bueno, está bien, no hablemos más de eso. Nada de amor.
Se puso a patalear de impaciencia.
—Lo dicho, dicho está, no te puedes echar atrás. Hay que hacerlo, hijito. Lo quieras o no.
Le quité a mi padre otros tres billetes.
—Bueno, ¿y tu tercer deseo? —me preguntó cuando todo hubo acabado.
—¿Mi tercer deseo? ¡Pero si solo he gastado uno!
—¿Y el dinero? ¿No has pedido dinero?
—¡Pero no lo he recibido!
—¿Y qué importa eso? Ha sido un deseo de todas formas. En fin, me caes bien. Tu segundo deseo, ya que regateas.
—Quiero el poder y la fuerza. Quiero convertirme en el dueño del mundo.
—¡Todos iguales! ¡No te vas a empachar de originalidad! En fin, si es lo que deseas… Acércate. ¡No, serás tonto! Acércate y no tengas miedo.
No estaba muy convencido, pero ya no tenía nada que perder. Me agarró de un brazo y empezó a retorcerlo.
—No le he pedido que me enseñe judo, quiero el poder.
—Es lo mismo —afirmó de modo perentorio—. Mira cómo se hace. Agarras un brazo así, colocas el pie aquí, empujas y… ¡yup! No, espera, no es eso. Pones el pie ahí…, no, aquí. Vaya, ahora resulta que ya no me acuerdo. Espera, voy a consultar el folleto.
Se sacó de la falda un cuadernillo sin cubierta, constelado de manchas de grasa.
—¿Tienes unas gafas? He olvidado las mías. ¿No? Da igual. ‘Pe enseñaré otra llave. Ponte aquí.
—No, no vale la pena. Ya sé bastante.
—Plstá bien, está bien, a mí me da lo mismo. ¿Y tu tercer deseo?
—La salud.
Me miró con inquietud.
—¿Dónde te duele?
—No me duele nada. Solo deseo conservar para siempre la salud.
Soltó una carcajada.
—¡No te andas con chiquitas! ¿Solo para siempre? Mira, te voy a dar un remedio radical.
Rebuscó en su falda y extrajo un tubo de comprimidos.
—Aquí tienes aspirinas. Para el dolor de cabeza son milagrosas.
—Pero si nunca tengo dolor de cabeza, nunca. Mis padres me la han martilleado tanto con la barra de hierro que se me ha vuelto insensible.
—¿Entonces de qué te quejas? De todos modos, voy a darte algunos consejos para que conserves la salud. Mírame. ¿Cuántos años dirías que tengo?
Parecía tan vieja que la pregunta no tenía sentido. ¿Se adivinan los años de las montañas?
—¡Treinta y dos años! ¡Y te aseguro que he vivido! —anunció triunfalmente—. ¿Qué me dices?
—¿Cómo es posible?
Por supuesto, había juntado las dos manos en clara señal de asombro.
—Muy sencillo. —Lanzó una mirada a mis padres, que gemían en el suelo, como si temiera que la oyeran—. Hay que mantener la espalda recta, no ir desabrigado en abril y beber grogs, muchos grogs. El grog es bueno. ¿No tendrás un restillo por ahí?
—No, lo siento.
Hizo una mueca de pesar.
—Bueno, pues entonces me voy a marchar.
Una idea me vino de pronto a la mente.
—Si le doy otro billete de mil, ¿podré pedir un último deseo?
Los ojos le brillaron de codicia.
—¡Por supuesto!
Extraje otro billete del bolsillo paterno.
—Aquí tiene. Me gustaría deshacerme de la visión de mis padres. Me atacan los nervios, cuando no la cabeza. Apáñeselas como pueda, no quiero verlos.
—De acuerdo, hijo. Será fácil. Debo confesar que no tienen nada de seductor. Tú, en cambio, eres más bien simpático.
—Menos palabras. Quíteme esos monstruos de la vista y acabemos ya.
—¡No te preocupes! Te vas a llevar una sorpresa. Cierra los ojos.
Bajé los párpados. Un dolor atroz me hizo gritar.
—Abre los ojos.
Los abrí, pero nada cambió.
—Chao, jovencito. Acuérdate de mí si te sobra grog —oí decir a la vieja—. No te olvides de ponerte alcohol de noventa grados en los ojos: no sé si la aguja estaba limpia.
Nunca más volví a ver a mis padres.

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