Anagrama, 2019. 350 páginas.
Tit. or. Die welt aus den angeln. Trad. Daniel Najmías.
No mucha gente sabe que durante la edad media se produjo la llamada Pequeña edad de hielo, un periodo climático frío que trajo hambrunas y malas cosechas por todo el mundo. Tomé este libro prestado pensando que analizaría el fenómeno y ha resultado que sí pero no.
La pequeña edad de hielo es el punto de partida para una serie de reflexiones y estampas de personajes e intelectuales de la época. Se comenta una obra que ha resultado más interesante por la información que proporcionan los pies de página, un poco a modo de cajón de sastre, y así es también este libro. Se salta de un tema a otro, de un intelectual a un visionario, de las malas cosechas a las revoluciones, sin que haya una tesis detrás que articule todo.
Esto no tiene por qué ser malo si lo leemos con ánimo curioso. Yo he aprendido muchas cosas y descubierto autores que desconocía. Pero he echado de menos un poco de organización y de destino. En portada y contraportada nos venden que es una reflexión adecuada ahora que tenemos encima al cambio climático, pero si alguna conclusión se puede sacar de este ensayo es que las malas condiciones en que vivían la población abrieron las puertas de la ilustración y de la democracia. Así que cuando estemos sufriendo y muriendo bajo las condiciones que nos traiga el clima del futuro podemos consolarnos pensando que nuestros descendientes vivirán en un mund mejor.
Interesante.
El Diccionario de Bayle es una enciclopedia monumental del conocimiento filosófico, teológico e histórico de su tiempo, páginas y páginas de definiciones, razonamientos, explicaciones, citas… Así y todo, lo que lo hizo tan importante para los debates de las décadas siguientes, e incluso siglos, no fue la determinación de Bayle a corregir errores ajenos, sino el modo en que decidió hacerlo. Cada entrada aparece, primero, definida; seguidamente, se la analiza con cierta extensión. Sin embargo, las definiciones se articulan, se debilitan, se contradicen y se subvierten por medio de un enorme coro de comentarios y notas al pie que se completan con toda clase de detalles sobre las fuentes impresas, un método que convirtió la obra en una pesadilla para los cajistas que tenían que enfrentarse a páginas de una complejidad gráfica digna del Talmud.
Gracias a ese método, Bayle evitó las afirmaciones polémicas pero de un modo que los lectores atentos comprendieran lo que quería decir. Veamos un ejemplo tomado al azar, la entrada sobre el filósofo griego Epicuro. La definición y el texto principal solo ocupan unas pocas líneas, impresas en la parte superior de la página. Las letras o los números entre paréntesis dirigen la atención del lector a fuentes literarias o a notas al pie.
Al consultar esas páginas, nos vemos literalmente asaltados por comentarios de escépticos, notas explicativas, críticas y contraargumentos de grandes autoridades o de eruditos apenas conocidos. Además, el lector encontrará historias y anécdotas de la vida de grandes sabios, monarcas y santos, contadas a menudo desde una perspectiva muy personal que aspira a humanizar a unos personajes de otro modo distantes. Al principio se tiene una impresióit de confusión, pero el conjunto no tarda en aclararse. Bayle no solo recopiló (casi) todo lo que en su época se sabía
sobre los temas tratados, sino también lo que se había sabido y se había desechado o refutado y lo que era objeto de debate en ese momento. Más que la definición léxica, al autor le interesaba la discusión en curso.
La cuestión por el lugar de nacimiento de Epicuro resulta ya tan compleja que la página en que se aborda solo puede dar cabida a tres líneas del texto principal; el resto es un mar de notas al pie. En la primera, el autor presenta opiniones y citas de Cicerón, Horacio y de autores menos conocidos, como Asconio Pe-diano, Estrabón y Pisón, junto con sus propias especulaciones sobre la cuestión de si echarle la culpa a copistas descuidados o incompetentes por la información fragmentaria y con frecuencia contradictoria que contienen los manuscritos antiguos.
La siguiente nota al pie trata sobre un error de un contemporáneo, Gérard Vossius, que registró erróneamente la fecha de la muerte del filósofo griego, posiblemente porque el impresor olvidó dos numerales latinos y el autor no advirtió la omisión. Y prosigue en ese estilo, siempre con citas, fuentes y comentarios escépticos («No sé en qué se basa el señor Moreri cuando dice que ella [la madre de Epicuro] era hija de una familia noble»). Bayle construye todo un universo, una barahúnda babilónica de erudición en el que él es el único capaz de abrir una vía entre el ensordecedor alboroto de voces antiguas y modernas.
Tras los detalles biográficos, Bayle inicia el análisis de las ideas epicúreas y lo que se comenta en la nota al pie asciende a otro plano oponiendo entre sí a autores antiguos y modernos y comparando y citando por extenso las opiniones de críticos y apólogos. Un desfile aparentemente interminable de nombres, citas y argumentaciones pasa por delante de los ojos del lector, condimentado con el cortés, pero persistente, escepticismo de Bayle, que se pone de manifiesto en comentarios de su cosecha.
Como durante la Pequeña Edad de Hielo las metáforas de la sociedad a menudo no satisficieron las necesidades naturales ni explicaron las catástrofes, ahora es igualmente importante saber qué metáforas seguimos y hacia dónde nos empujan no solo las circunstancias, sino también nuestros mapas mentales.
El sueño de los derechos humanos universales ya había adoptado muchas formas también gracias a los compromisos de los ilustrados del siglo XVIII: la exigencia ética absoluta de Spinoza (justicia y misericordia), la tolerancia pragmática de Bayle, el radicalismo tardío de Diderot o el cosmopolitismo de Kant acuñaron un idealismo que se propagó por todo el mundo y según el cual todo hombre, por el mero hecho de existir, posee derechos y libertades que nadie puede recortar y que nadie puede quitarle. En un mundo en que la falta de libertad era la norma y donde la mayoría de los hombres estaban privados de todo derecho, ese idealismo se identificó a menudo con ideales revolucionarios: lo mejor para la libertad del individuo pasaba por la liberación de las masas.
Ese idealismo revolucionario condujo también a las catástrofes colectivistas del siglo XX y, por tanto, tampoco es de extrañar que, tras la Segunda Guerra Mundial, se impusiera otra tradición del liberalismo ilustrado, a saber, el pensamiento económico liberal en la línea de Mandeville, basado en la idea de conceder más poder a los mercados que a las buenas intenciones, un pensamiento que, desde el principio, se consideró un baluarte intelectual contra las ideologías colectivistas y las dictaduras.
El libre mercado es, por así decir, la versión intelectual low-cost de los ideales ilustrados. La diferencia básica entre esta y otras tradiciones liberales reside en la antigua pregunta por la manera de comprender y proteger la libertad. ¿Tienen todos los hombres la misma oportunidad de abrazar y vivir su libertad? ¿Es el mercado un terreno de juegos nivelado en el que todos pueden salir adelante sí son inteligentes y trabajan duro? ¿O, por el contrario, ofrece ese juego oportunidades muchísimo mejores solo a unos
pocos en virtud de su origen, su formación y sus recursos? De ser así, el derecho a la libertad de todos se protege mejor equilibrando las oportunidades.
El sueño del libre mercado considera que todos los actores de los procesos económicos son igualmente libres y capaces de atender a sus propios intereses y de tomar decisiones informadas. Ese sueño también presupone que esas decisiones tomadas en función del interés personal son racionales. Como en Mandeville, se imponen las abejas más inteligentes y más astutas, viven rodeadas de lujos y, gracias a su fatuidad y su decadencia, consiguen el sustento de otras miles.
La idea de una libertad definida con criterios únicamente económicos surgió junto con la de la libertad humana absoluta. Tras el desmoronamiento de las grandes ideologías mesiánicas del siglo XX, estaba idealmente situada para llenar el vacío que surgió cuando implosionaron los distintos proyectos de trascendencia.
«El mercado» se adecuaba perfectamente para reemplazar, en nuestra mente, a Dios, al espíritu del mundo y el progreso. Por una parte, las estadísticas y las cifras de ventas transmiten la impresión de una neutralidad científica, basada en los hechos y más allá de toda ideología; por otra, el mercado es lo bastante opaco para permitir una escenificación dramática. Sus misteriosos caprichos deben interpretarse; entre otras cosas, interpretándolos se gana el sueldo una casta de profetas y augures que ningún clero podría financiar. Hablamos de los mercados como de dioses lejanos que pueden ser inseguros, letárgicos o hiperactivos. Llevamos víctimas humanas al altar del crecimiento económico. Si en el siglo XVII se rumoreaba que el poder estatal estaba en manos de una conjuración de sacerdotes y jueces, ahora son los economistas los que satisfacen nuestro deseo de trascendencia. Lo que el mercado desea ha de ocurrir.
Karl Polanyi ya advirtió en 1944 que la sociedad debía considerarse un «apéndice del mercado», una idea que, si bien entonces parecía excéntrica, entretanto se ha hecho realidad.
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