Libros del asteroide, 2010. 350 páginas.
Tit. or. Die unsichtbare flagge. Trad. Enrique Banús y José García.
Memorias del autor que fue médico en el ejército alemán durante la segunda guerra mundial. Se centra en la campaña del frente ruso y nos ofrece un retrato descarnado de la vida en el puesto de socorro.
Un libro que comienza con la búsqueda del reloj para enviarlo a su madre de un soldado que acaba de morir y que está junto con su brazo en un árbol, funcionando, ya nos avisa de que lo que nos va a contar es la realidad cruda y directa. Aunque Patricio Pron en el prólogo le eche en cara que escurra el bulto con el tema del nazismo, que en el libro son ‘los otros’ y que parecen no salpicarle. Yo lo veo bastante excusable.
La historia y anécdotas podrían haberse trasladado a aquella serie mítica M*A*S*H prácticamente sin cambios. La desobediencia a las órdenes estúpidas y algunos actos de generosidad recorren unas páginas que se centran en todos aquellos que, pese a las pésimas condiciones, vivieron bajo la bandera invisible del humanismo. Aquí se cura hasta el enemigo y los médicos y enfermeras capturadas colaboran en el hospital de campaña.
Muy bueno.
En realidad, eso es casi imposible. El forense casi siempre puede constatar esas heridas. Existían órdenes de dar parte de esos casos. La consecuencia era un juicio de guerra que solía terminar en sentencia de muerte.
El primero de aquellos pacientes fue un joven campesino que, tras pocas semanas de instrucción, había llegado hacía tres días en avión desde Alemania y se vio en una situación de combate a la que ni siquiera los experimentados veteranos de infantería podían hacer frente. Exploré la herida. Los bordes estaban destrozados y ennegrecidos. La limpié con una torunda. No había suciedad. Entonces contemplé al paciente. Tenía dieciocho años. Ni siquiera tenía barba. Sin duda alguna, en su desesperación por aquel infierno al que había ido a parar, había sufrido un cortocircuito. Y sin duda alguna, aquel joven desconocía que aquel disparo en la mano podía significar el fin de su joven vida, un fin inducido por él mismo. Reflexioné un momento. Gehrmann me contemplaba atentamente. El suboficial Fuchs, que ya tenía en la mano la máscara de narcosis y la botella de éter, levantó su famosa narizota y se dedicó a mirar el campo operatorio por encima de la cabeza del paciente. Ambos reconocieron enseguida de qué tipo de herida se trataba. Levanté las cejas. Si comenzaba una epidemia psíquica de automutilación —lo que, dada la situación de combate, era posible—, nosotros también estábamos perdidos.
Fuchs y Gehrmann me derrotaron con mis propias armas. Desde el comienzo de la campaña había intentado transmitir a mis colaboradores un alto concepto de la dignidad de la ciencia, de su antigua tradición humanística
y del peso de dicha tradición. Por ejemplo, al bisturí yo solía denominarlo el «escalpelo de Aristóteles». Con el transcurso del tiempo, quienes trabajaban conmigo se habían apropiado de esa expresión. También les había explicado más o menos quién era aquel gran hombre.
El enfermero de quirófano y el anestesista se miraron. Entonces, el suboficial Fuchs, rascándose la narizota con la máscara de narcosis, dijo: «¡Esto sólo lo puede arreglar el Aristóteles ése!». Y sin más indujo la anestesia. Gehrmann me tendió el bisturí. Eliminé todos los indicios forenses de la única manera segura, es decir, cortando. La herida se agrandó bastante. Así, dos mil años después, el filósofo de Atenas, el maestro de Alejandro Magno, salvó la vida de un joven campesino en la estepa rusa. Aquella noche seguimos aplicando el método hipocrático, pero en el transcurso posterior de la campaña de invierno tuvimos que abandonarlo.
Operamos durante toda aquella noche, haciendo algún que otro breve descanso, hasta la tarde del día siguiente. La situación en vanguardia se volvía cada vez más amenazadora. Mientras tanto, Joachim, que había sido ascendido a capitán, nos hizo una breve visita, recién llegado de su destino en el Foso de los Tártaros. Tampoco él había dormido desde hacía tres días. Aquel hombre siempre fresco, alegre y de buen humor se mostró serio. Intuí que no sólo era por el agotamiento. Joachim tomó fuerzas de la garrafa de café que siempre había en la sala de operaciones. De nuevo nos sentamos en la caja del cirujano.
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