Catálogo de construcciones anómalas, improbables e imposibles. Ciudades invadidas por el desierto, ovnis en lugares inaccesibles o diseños de vanguardia incomprendidos. Agrupadas en epígrafes tales como Lo que no debería existir o Lo que tenemos delante pero no vemos.
¡Ojo! No estamos ante el típico libro de recopilación de anécdotas o lugares curiosos con cuatro datos mal copiados de internet redactados sin gracia. En primer lugar el autor es arquitecto, sabe de lo que habla, los edificios que trae son en ocasiones recónditos y desconocidos y la información que nos suministra es oro puro. En segundo lugar escribe muy bien desde una pasión por el oficio que se transmite al lector y te contagia el espíritu de maravilla de estas edificaciones imposibles.
Conoceremos el único rascainfiernos del mundo, poblaciones abandonadas como Fordlandia o Kolmanskop y lugares tétricos como el hotel de la muerte de Holmes. Todo narrado con una prosa fresca que hace que cuando empiezas el libro no puedas parar.
Como única pega comentar que aunque la fotografía que encabeza cada artículo es excelente, en ocasiones se echa de menos alguna foto más del sitio, pero nada que una búsqueda en internet no pueda solucionar.
Muy bueno.
Una vez Prada Poole propuso una junta con grapas que mejoría las prestaciones del adhesivo a doble cara que usaba Aiscondel, el patrocinio se llevó a cabo. Hacer realidad el proyecto costaría exactamente cero pesetas (en realidad el presupuesto real era de ciento cincuenta mil pesetas, pero casi todo iba destinado a sistemas eléctricos, ventiladores y motores).
El 20 de septiembre de 1971, junto a la cala Sant Miquel, se reunieron unos cientos, tal vez un millar, de estudiantes de diseño de todo el mundo.También se acercaron lugareños que miraban curiosos cómo se inflaba, literalmente, una ciudad.
Ferrater había escrito el manifiesto de la acampada, en el cual se promovía la autoconstrucción colaborativa. Los habitantes de la ciudad deberían grapar las piezas y unirlas a la estructura general, que también habían levantado ellos mismos. Lo llamaba «Manifiesto de la Instant City», probablemente como homenaje al proyecto que el colectivo británico Archigram propuso en 1969, y que formulaba una ciudad de servicios efímera e itinerante, sostenida por un sistema de globos aerostáticos.
José Miguel de Prada Poole desarrolló los planos de la disposición global de la ciudad: una sala común, un centro sanitario, un recinto de asistencia al diseño y un sistema de control de basuras, así como una «calle» principal a la que se acoplarían otras calles secundarias y cada una de las habitaciones de los asistentes. A los estudiantes se les proporcionó una grapadora, una cinta métrica, un rotulador y unas tiras de plástico de 1,20 metros de ancho y de longitud variable en función de si la habitación que iban a construir albergaría a dos, cuatro o seis personas. También se les entregó una «cartilla constructiva», en la que Prada Poole había dibujado los detalles técnicos para unir las piezas entre ellas y a las «calles». De igual manera, había diseñado todas las juntas y las uniones entre los módulos, los accesos —un sistema de doble exclusa pensado para que no se escape el aire, a los que llama «esfínteres» por sus evidentes reminiscencias obstétricas—, e incluso un sistema de ventanas realizado con PVC transparente, para los casos de agorafobia, pues la luz en el interior es suficiente.
Este PVC transparente también se usó para englobar un árbol preexistente en el lugar y que, de acuerdo con los preceptos de respeto, reciclaje y sos-tenibilidad del manifiesto, se mantuvo y se incorporó a la Instant City.
La ciudad se levantó en dos semanas y, durante otras dos, permaneció en pie alimentada por una serie de ventiladores que proporcionaban el caudal de aire constante necesario para sostener la estructura y refrigerar el Interior. En esas dos semanas se organizan asambleas, reuniones, charlas y hasta conciertos improvisados. Dos semanas entre pasos abovedados de plástico y salas amarillas, blancas, rojas y azules. Dentro de glóbulos y esferas, de intestinos y células semindependientes.
El éxito es tal que los conferenciantes del congreso, los hombres trajeados «de arriba», bajan a menudo a la Instant City para ser partícipes de las performances, los happenings, las comidas, las instalaciones artísticas y cualquiera de las otras actividades que, libres de ataduras, proponen «los de abajo». Además, la ciudad crea un sistema organizativo adaptado y adaptable a las necesidades de su uso. A través de letreros realizados con rotulador, los habitantes improvisan una serie de reglas de convivencia: atravesar los «esfínteres» de uno en uno y agachados, descalzarse en el interior o no tocar música a partir de la medianoche, entre otras.
Estas normas se respetan por todos los asistentes, hasta el punto de que algunos las consideran demasiado restrictivas y contrarias al espíritu de libertad y contracultura que, en principio, servía de base ideológica de la ciudad. Varios estudiantes, entre ellos el propio/Táríós Ferrater, deciden abandonar la Instant City, agobiados por la rigidez que se había impuesto, y «construyen», con restos de plástico, ramas y palos, una Contra-lnstant City en la falda de la montaña.
Sin embargo, el 20 de octubre de 1971 todos bajaron de nuevo a la playa para asistir al desmantelado de la ciudad instantánea. Se necesitaron dos días para el total deshinchado de la estructura y el reciclaje de sus sistemas de construcción y uso. Al final no quedó nada.Tan solo un árbol y el recuerdo de una experiencia.
Porque durante un mes de 1971, en Ibiza se vivió una experiencia única, fascinante y efímera, casi instantánea. Se construyó una ciudad soportada por un material que no se veía, que no pesaba y que apenas existía. Una ciudad que no dejó huella en el terreno, pero viviría para siempre en la memoria. Como un sueño.
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