Con M de Mujer, 2022. 188 páginas.
Ahora que está de moda la autoficción la autora nos regala un libro de memorias, destacando los recuerdos y la historia personal. Su niñez en un barrio obrero, las visitas al pueblo, la mudanza a la gran ciudad y la vuelta a la naturaleza en un pueblo costero forman los mimbres sobre los que se asienta este libro, de una prosa exquisita.
Cuando leemos los libros de memorias de grandes personajes de la historia nos mueve el cotilleo, el ansia de saber o el interés documental. A veces -pocas- te encuentras con que el libro tiene cualidades más allá de consignar ciertos hechos de interés. Que tienen un hálito poético que lo convierten en literatura. En este caso, que la autora no es famosa, los hechos en sí mismo no son lo relevante, sino la manera de contarlos.
Este libro puede leerse como una novela por el pulso narrativo que lo sostiene, ya que nos despierta el interés por los sucesos cotidianos que le suceden a la autora-protagonista. Pero va más allá. La mejor literatura es la que narrando lo particular nos habla de lo universal. Y aquí no solo encontramos un lenguaje casi poético, es que leyendo ciertos fragmentos uno siente que está leyendo el mundo.
Así, un simple paseo por la playa en la noche de San Juan con su pareja, rodeados de ruidos y fuegos artificiales, es capaz de tocarnos el alma y recordarnos que seguimos siendo animales asustados que nos sorprendemos ante el fuego. La mirada lo es todo en el arte, y hay un talento especial en ver poesía en los momentos cotidianos.
Me ha encantado. Muy bueno.
Lo ignoraba, igual que desconocía que aquel clima, seco y fresco al atardecer —anhelado en Barcelona con la llegada del calor— y que obligaba al abrazo de la chaqueta o al abrigo de la manta en la noche estival, era frío insufrible en el invierno de la tierra castellana, era nieve que obstruía las puertas y la salida y encerraba en casa a los seres amados y los que no se soportaban. Desconozco la sensación del campo en las manos y en las piernas de quienes solo descansan en la muerte, la sensación del canto del gallo atravesado en los párpados y en las entrañas, la inquietud por la siembra, la disputa por el reparto de las tierras que fragmenta a las familias y quiebra el pasado en añicos, la angustia del médico que entonces no llegaba a casa ni llegaría nunca —pues la vida en el pueblo no ha cambiado tanto—, la angustia de la ambulancia atorada a medio camino entre la vida y la muerte.
Todavía huelo la humedad de la bodega y siento el frío en los brazos y veo las telarañas tejidas en los rincones arenosos. ¿Quién iba a sospechar que aquellas construcciones centenarias eran exclusivas de un lugar y de un tiempo concretos? He bajado hasta la profundidad de ellas infinidad de veces, he subido a sus techos,
montículos cubiertos de hierba, y he cenado dentro, fuera o sobre ellas con el sol del domingo atardeciendo y sirviendo las mesas durante la noche fresca de agosto, cuando todos los primos del mundo prendían las gavillas y asaban la carne frente al lagar o cantaban, porque entonces se cantaba igual que se lloraba, igual que entonces mirábamos las estrellas con mayor ardor o creíamos que nadie se levantaría de aquella mesa, que estaríamos los mismos eternamente hablando sobre los difuntos de siempre, como si la cifra estuviera cerrada y jamás fuéramos a incrementarla, veladas que transcurrían bajo los cielos estrellados de Castilla, bajo los astros de Castilla que brillan aun después de muertos.
Hay un día en el año, una noche más bien, en la que se produce una ruptura con la cotidianidad y con los ritmos del paseo marítimo: la noche de Sant Joan, celebración que evoca la infancia y que —en mi familia—, no heredamos por vía materna o paterna, sino que la adoptamos con los vecinos del barrio obrero. Es una fiesta carente de pasado al que remitirme, fiesta primigenia.
La celebro rodeada de mis nuevos vecinos y de forasteros, de extraños, unidos en la verbena por los petardos, por el velo de humo que olemos al unísono y que nubla los ojos de todos por igual. En la orilla o junto a las terrazas o a las barcas, las almas generosas prenden fuegos artificiales, desconocidos que deambulan o que animan la playa avivando la mecha de las bengalas y de los cohetes, sin pedir nada a cambio a la noche ni al paseante, más que la brisa, la llama de cada cual y la alegría.
Miro al cielo. Miramos al cielo cautivados por los colores eléctricos de las palmeras que estallan y, cuando gotean hacia abajo, fragmentadas en miles de chispazos y la luz desfallece, dejan visibles los troncos y las hojas frescas de las palmeras tangibles y plantadas a los lados de la carretera; y rompemos en aplauso y caminamos como niños en un infierno maravilloso de petardos ensordecedores que, esa noche, como si fuera un milagro, no molestan. Por momentos, la luna asoma y recupera su esplendor en mitad de la estridencia humana y de los farolillos, y abre una brecha de plata en el mar. La euforia desordena las terrazas y las mesas se alinean o se dispersan en función de los comensales, y pedimos la ensalada habitual y gritamos y cantamos y reímos ante la posibilidad de hacerlo sin que nadie nos oiga. Resulta hermosamente caótico pero equilibrado: mar de olas a un lado, mar humano al otro.
Seguimos por el paseo admirados por la pirotecnia que fulgura al otro extremo de la playa y sorteamos el carrito del niño que duerme y a la madre que extiende las manos y le cubre las orejas. Evoco el pavor infantil a los fuegos artificiales y siento una emoción intensa ante el espectáculo humano, ante el hombre y la mujer todavía admirados por el fuego como si no hubiéramos perdido la inocencia.
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