Michel Nieva. La infancia del mundo.

abril 2, 2024

Michel Nieva, La infancia del mundo
Anagrama, 2023. 160 páginas.

En la Argentina de 2197, notablemente cambiada a causa del deshielo de los polos y del cambio climático, un niño mutante con forma de mosquito sobrevive como puede al acoso que le hacen sus compañeros y a la falta de cariño de su madre sin saber que es un mutante que cambiará la historia.

Siento decir que, pese a todos los comentarios elogiosos que he leído por ahí, no he entrado en el juego que propone el autor. Como novela de ciencia ficción no habría por donde cogerla, y como desbarre alucinado no me ha hecho gracia. Algún detalle me ha gustado aquí y allí (los virus como agentes de fluctuación de los mercados financieros, las simulaciones dentro de simulaciones) pero el armazón y el núcleo de la historia me han parecido una filfa.

Por ahí está gustando mucho pero, por desgracia, a mí no.

Regulero.

El binodinal y el benereoTT eran drogas estimulantes y poderosamente adictivas, cuyos efectos no son tema de esta historia, mientras que el ovejín era una especie de animal (palabra inexacta, aunque la más cercana a describirlo) genéticamente modificado y patentado por la empresa Ovejín, que consistía nada más y nada menos que en un órgano sexual con autonomía y vida propia, dotado de su propio metabolismo, y que en sus diferentes modelos ofrecía satisfacción al más amplio abanico de perversiones. El ovejín más traficado, sin embargo, era el modelo original: una esponja amorfa de carne, moldeable al gusto del usuario, con un orificio para respirar, comer y cojer y otro para defecar y cojer y que, como odiaba el encierro, berreaba con la impotencia de los condenados.
Casi siempre, entonces, el entrechocar de las pastillas, o el resoplido quejoso del mutante, le permitía al pasero ya con viveza y hábito dilucidar el contenido de la caja, que se distribuía mayoritariamente, como decíamos, entre binodinal, benereoTT u ovejines.
Precisamente por eso, cuando el Dulce advirtió que la caja que trasladaba goteaba un líquido viscoso y la abrió para chequear si algo se había roto, preguntó, más por costumbre que otra cosa:
-¿Qué mierda es esto? ¿Se coje? ¿O te pone reloco?
Pero no, no era ni binodinal, ni benereoTT, ni un extraño y nuevo modelo de ovejín. Era otra cosa.
El hermano mayor del Dulce agarró un huevito. Lo inspeccionó con desgano y finalmente dijo:
—No son huevos. Son piedras telepáticas de la Antártida.
-¿¿Piedras telepáticas de la Antártida?? -repreguntó el Dulce, sin poder ocultar esa curiosidad y entusiasmo tan típicos de la infancia, pero que el hermano amedrentó con un par de correctivos en la cabeza:
—¡Menos averigua Dios y no existe, pendejo, andá a levantar las cajas y fruncí el ojete!
Y el Dulce obedeció, aterrado, pero con la suficiente astucia como para guardarse, sin que nadie lo advirtiera, una de las piedritas en su bolsillo.
Pero antes de que el Dulce contara (si no hubiera muerto) qué ocurrió esa noche, cabe desentrañar (hasta donde el saber científico lo permite) qué eran estas presuntas piedras telepáticas que traficaban por el Canal Interoceánico, y cuyas propiedades el Dulce y su hermano mayor ignoraban por completo.
Fue cuando finalmente se derritieron las antiquísimas capas glaciales que habían cubierto durante milenios la Antártida Argentina que la empresa YPF (con la colaboración de capitales británicos) emprendió la extracción de hidrocarburos de la Base Belgrano II, actividad que, durante años, reportó millonarios dividendos a múltiples sectores de la economía. Precisamente por eso, nadie supo explicar cómo ni por qué, de un día para el otro, hacía por lo menos dos o tres años, las perforaciones se habían interrumpido y los pozos, sometido a un riguroso cerco sanitario que el Ejército vigilaba las veinticuatro horas.

No hay comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.