Libros del asteroide, 2016. 350 páginas.
Tit. Or. I know why the caged bird sing. Trad. Carlos Manzano.
En un meetup literario vino una chica que apenas hablaba castellano pero que trajo su recomendación -este libro- y escribió una frase en inglés como consigna para escribir un relato que me tocó a mí. El relato que escribí se tituló ‘Bellos trabajos inspira el amor’ y quedé bastante satisfecho con el resultado. También de la lectura de este bello libro.
La autora nos cuenta su infancia en un pueblo del sur de los Estados Unidos en los años 40, con el racismo campando a sus anchas y el sufrimiento de ser negro en una sociedad que los desprecia. No esperen victimismo o reproches, sólo una realidad descarnada, la de una niña que va creciendo y haciéndose fuerte rodeada de palabras.
Prosa excelente, vivencias enternecedoras, una historia fascinante y mi agradecimiento a aquella chica que lo recomendó. Dejo un capítulo entero como muestra.
Coincido con esta reseña: Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado (Maya Angelou), hay tanta belleza en este libro que uno no sabe por dónde empezar.
El recinto estaba lleno hasta el último centímetro y, sin embargo, seguía entrando gente y apretujándose entre las paredes de la Tienda. El tío Willie había aumentado al máximo el volumen de la radio para que los jóvenes del porche no se perdieran ni una palabra. Las mujeres estaban sentadas en sillas de cocina, sillas de comedor, taburetes y cajas de madera volcadas. Los niños pequeños y los de pecho estaban encaramados en todos los regazos disponibles y los hombres recostados en las estanterías o unos en otros.
Por entre el talante aprensivo salían lanzadas saetas de alegría, como las vetas que forman los rayos en un cielo negro.
«No me preocupa esta pelea. Joe va a vencer a ese pelanas blanco como si estuviera abierta la veda.»
«Va a zurrar a ese chaval blanco hasta que diga «¡Ay, mamá!».»
Por fin cesó la charla y las cancioncillas de los anuncios de cuchillas de afeitar y comenzó el combate.
«Un golpe rápido en la cabeza.» En la Tienda la multitud rugió. «Un izquierdazo en la cabeza y un dere-
chazo y otro izquierdazo.» Uno de los oyentes cacareó como una gallina y lo hicieron callar. «Están abrazados, Louis está intentando zafarse.» Un chistoso mordaz dijo en el porche: «¿Qué os apostáis a que ese blanco no tiene inconveniente ahora en abrazar a ese negro?».
«El arbitro interviene para separarlos, pero Louis ha apartado por fin a su contrincante con un empujón y le ha propinado un gancho en la mejilla. El contrincante lo encaja, ahora retrocede. Louis lo alcanza con un izquierdazo corto en la mandíbula.»
Por las puertas salió al patio una oleada de susurros de asentimiento.
«Otro izquierdazo y otro. Louis está reservando su potente derecha…» Los murmullos de la Tienda se habían vuelto un berrido de niño de pecho por entre el que sonó una campana y el comentario del locutor: «Con esa campanada concluye el tercer asalto, damas y caballeros».
Mientras yo me abría paso para entrar en la Tienda, me preguntaba si se imaginaría el locutor que con su «damas y caballeros» estaba dirigiéndose a todos los negros del mundo que transpiraban y rezaban en sus asientos pegados a la «voz de su amo».
Unas pocas personas pidieron refrescos como R. C. Cola, Dr. Pepper y Hires. La fiesta de verdad comenzaría después del combate. Entonces hasta las ancianas damas cristianas que enseñaban a sus hijos —e intentaban, a su vez, practicar— el ofrecimiento de la otra mejilla comprarían refrescos y, si la victoria del «Bombardero Negro» fuera particularmente sangrienta, pedirían tortas de cacahuete y también chocolatinas Baby Ruth.
Bailey y yo dejábamos las monedas sobre la caja registradora. Durante el combate, el tío Willie no nos dejaba hacerla sonar al cobrar. Era demasiado ruidosa y podía perturbar el ambiente. Cuando sonó la campana para el asalto siguiente, nos abrimos paso por entre el silencio casi celestial para reunimos con la caterva de niños que había fuera.
«Tiene a Louis contra las cuerdas y ahora le lanza un izquierdazo al cuerpo y un derechazo a las costillas. Otro derechazo al cuerpo, parece haber sido bajo… Sí, damas y caballeros, el arbitro lo está señalando, pero el contrincante sigue cubriendo de golpes a Louis. Otro en el cuerpo y parece que Louis va a caer.»
Mi raza gimió. Era la caída de nuestro pueblo. Era otro linchamiento, otro negro más colgado de un árbol, otra mujer víctima de una emboscada y violada, un niño negro azotado y mutilado. Eran sabuesos siguiendo la pista a un hombre que corría por ciénagas. Era una mujer blanca abofeteando a su criada por haber olvidado algo.
Los hombres de la Tienda se irguieron para prestar mejor atención. Las mujeres apretaron con fuerza a sus nenes en el regazo, mientras en el porche cesaban los taconeos y las sonrisas, los galanteos y los pellizcos de unos minutos antes. Podía ser el fin del mundo. Si Joe perdía, volveríamos a la esclavitud y al desamparo. Resultarían ser ciertas todas las acusaciones de que éramos tipos inferiores de seres humanos, solo un poco superiores a los monos, de que éramos estúpidos, feos, vagos y sucios y —lo peor de todo— el propio Dios nos odiaba y nos ordenaba ser cortadores de madera y acarreadores de agua por siempre jamás.
No respirábamos. No confiábamos. Esperábamos «Se ha separado de las cuerdas, damas y caballeros. Avanza hacia el centro del cuadrilátero.» No había tiempo para sentirse aliviado. Aún podía suceder lo peor.
«Y ahora Joe parece enfadado. Ha acertado a Camera en la cabeza con un gancho del puño izquierdo y un derechazo. Ahora le propina un rápido izquierdazo en el cuerpo y otro en la cabeza; ahora, un golpe cruzado con la izquierda y un derechazo en la cabeza. El ojo derecho del contrincante está sangrando y parece resultarle imposible cerrar su defensa. Louis encuentra siempre un hueco. El arbitro se acerca, pero Louis lanza un izquierdazo al cuerpo y después un gancho a la barbilla y el contendiente se ha caído. Está en la lona,- damas y caballeros.»
Las mujeres se pusieron de pie, con lo que los niños resbalaron hasta el suelo, y los hombres se inclinaron hacia la radio.
«Ahí está el arbitro. Está contando: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete… ¿Intenta levantarse de nuevo el contrincante?»
Todos los hombres de la Tienda gritaron: «No». «… ocho, nueve, diez.» Hubo unos pocos sonidos del auditorio, pero parecía contenerse con mucho esfuerzo. «El combate ha concluido, damas y caballeros. Colocamos el micrófono ante el arbitro… Aquí está. Ahora coge la mano del «Bombardero Negro», la levanta… Aquí está…»
Entonces la voz, ronca y familiar, nos penetró hasta estremecernos: «Vencedor, Joe Louis… que conserva el título de campeón del mundo de los pesos pesados».
Campeón del mundo, un muchacho negro, el hijo de una negra. Era el hombre más fuerte del mundo. La gente bebía Coca-Cola como ambrosía y comía choco-latinas como si fuera Navidad. Algunos de los hombres se iban detrás de la Tienda y vertían licor ilegal en sus refrescos y algunos de los chicos mayores los seguían. Los que no se habían visto rechazados volvían arrojando el aliento delante de sí como fumadores orgullosos.
La gente iba a tardar una hora o más en abandonar la Tienda y dirigirse a casa. Quienes vivían demasiado lejos habían hecho planes para quedarse en el pueblo. No convenía que un hombre negro y su familia fueran sorprendidos por un solitario camino rural en una noche en que Joe Louis había demostrado que éramos el pueblo más fuerte del mundo.
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