El traslado de más de 200 mujeres de un manicomio obsoleto al hospital psiquiátrico de Bétera sirve a la autora para trazar el retrato de nueve mujeres que fueron ingresadas por motivos en muchos casos intrascendentes y que gracias a una nueva mirada consiguieron mejorar e incluso obtener el alta.
A pesar de ser un libro tan pequeño me ha provocado muchas reflexiones. En la parte del haber esas nueve historias que si no te conmueven es porque tienes el corazón de piedra. Con el añadido de que, en su mayor parte, tienen un final feliz. Son también una crítica feroz de un patriarcado que ingresaba a las mujeres en el manicomio simplemente por ser rebeldes o venir de familias desestructuradas.
En la aparte del debe no busquen aquí un gran estilo literario, que tampoco hace falta, porque para dar testimonio no hacen falta alardes estéticos. Yo, por mi parte, tengo mis querellas con la antipsiquiatría pero al menos en lo que es el alcance de este libro, no tengo ninguna crítica que hacer. Una psiquiatría más humana y atenta a las necesidades de los pacientes, capaz de determinar el alcance real de los problemas y de no ser una apisonadora siempre es recomendable y, como se demuestra en este libro, es capaz de cambiar la vida de la gente.
Muy bueno.
Fue precisamente en ese ámbito, el de las relaciones, donde ocurrió una cosa muy curiosa. En el pabellón, todas sabíamos que María mantenía relaciones sexuales paralelamente con dos personas. Por un lado, con una mujer de su edad que se trasladó a su habitación y con la que juntaron las camas. Iban a todos los sitios de la mano, a excursiones, a bailes y a la playa, y no tenían ningún reparo en hacerse arrumacos y mostrar su cariño públicamente. Pero, por otro lado, con frecuencia nos pedía preservativos, y nos aclaró que esporádicamente se acostaba con un chico que veíamos a menudo por el pabellón, mucho más joven que ella y de cortas miras, que le inspiraba mucha ternura y por el que sentía una atracción física que no podía controlar.
La cosa se complicó para nosotras, que no para María, cuando se rompió una pierna. La estuve acompañando durante un mes al Hospital General para hacer rehabilitación. Desde los primeros días noté un coqueteo manifiesto entre María y un celador que nos esperaba y la acompañaba siempre que tenía cita. Después los veía pasear por el jardín de la entrada: primero solo conversaban, pero al poco tiempo también se cogían de la mano, y más tarde los besos de despedida en la mejilla se corrieron de lugar hasta la boca y se fueron alargando.
Eran tiempos en que la libertad sexual era una de nuestras reivindicaciones. Textos como La revolución sexual, de Reich, La muerte de la familia, de Cooper, y El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado,
de Engels formaban parte de nuestros debates, así que el amor libre de María no nos sorprendía especialmente, pero sí nos llamaba la atención la naturalidad y la falta de conflicto con la que ella vivía esta triple relación. Un día, a la vuelta de las visitas al hospital, mantuvimos una charla en la que me contó que se estaba enamorando de Gerardo, el celador: «Es tan completo, me cuida como Benicio y además es muy atractivo, ¿no te parece?». Yo le expuse mis dudas respecto al hecho de que parecía no tener ningún conflicto ni consigo misma ni con las otras personas con quienes se relacionaba de esta manera abierta. No entendía mi planteamiento; las quería a las tres, las trataba con cariño y compartía espacios de su vida con cada una de ellas. Ante mi insistencia, concluyó: «Mira, quizá tú no lo puedas entender, porque no estás loca». Su razonamiento me pareció tan lúcido que una vez más puse en duda dónde estaban los límites de la cordura: si en la aceptación de las normas enajenantes o en su transgresión.
Conseguimos localizar y contactar con la hermana. La madre había muerto hacía unos años y ella no puso ningún inconveniente en ir a ver a María. Nos contó que dejó de ir a visitarla por recomendación de las monjas que la cuidaban, que le advirtieron de que su enfermedad era incurable y que los encuentros con personas externas la perjudicaban y le provocaban un estado nervioso que le duraba hasta días después de las visitas. Se alegró de reencontrarse con ella y de verla con la vitalidad y la alegría que recordaba de su infancia y juventud, antes de la trágica muerte de Benicio.
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