Marcelo Luján. La claridad.

marzo 27, 2024

Marcelo Luján, La claridad
Páginas de espuma, 2020. 174 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

Treinta monedas de carne
Una mala luna
Espléndida noche
El vínculo
La chica de la banda de folk
Más oscuro que tu luz

Que se mueven, salvo el primero, en el género del terror con elementos sobrenaturales pero escritos desde una perspectiva cotidiana porque el terror tiene efectos colaterales en la vida diaria de los protagonistas. Algunos relatos están relacionados de una manera tangencial, lo que ocurre en uno aparece de fondo en otros.

En Treinta monedas de carne el terror no es sobrenatural, sino cotidiano, una violación en la que la enfadada protagonista hará lo que sea para salvarse. Una mala luna nos retrata a una hija problemática a través de los ojos de su hermano, quizás su enfrentamiento con la vida tenga raices en el más allá, como si el niño de El sexto sentido canalizara sus problemas enfrentándose al mundo. Un gato enfermo es el disparador de los conflictos de El vínculo que transforma a una chica normal en alguien destructivo.

Espléndida noche y La chica de la banda de folk son los más flojos del conjunto, con diferencia. El último es la enésima versión de una leyenda urbana conocida, bien escrito, pero tan predecible desde el primer minuto que te arruina el relato. Más oscuro que tu luz, añadido en esta edición, es el más tierno de todos, también bastante predecible pero bueno.

La mayoría de los relatos son de mucha calidad.

Muy bueno.

¿Cómo una vieja? Joder, una vieja. ¿Pero así vieja como la abuela? Sí, pero no es la abuela. ¿Y quién es entonces? Yo qué sé quién coño es: se planta en medio del cuarto y se me queda mirando. Cosas así me contaba. Todas muy raras. Fue ella quien me adelantó que nuestros padres se divorciarían. Qué dices, dije. Y ante mi incredulidad, empezó a decirme que si era gilipollas, que si no me daba cuenta del mal rollo que se traían. Además, no folian, me dijo. No me podía creer lo que estaba escuchando porque me hablaba como si nada de todo aquello le importara en absoluto.

Mis padres se divorciaron a mediados de año. Desde que ella me lo dijo hasta que sucedió, no pasaron ni seis meses. Me sentí estúpido por primera vez en mi vida. Lu lo había percibido y yo no me enteraba de nada. Después de todo, no hacía falta ser un sabio para darse cuenta de que aquel matrimonio era un sinsentido.

Estaba acabando el curso la tarde en que me contó que un hombre, a la salida del colegio, le dijo que si se la chupaba le daría cinco mil pesetas. Me eché a reír. Ella, seria, sin parpadear y sin que se le moviera un solo músculo, me clavó la mirada. Estábamos en el sofá, en la tele echaban una serie de adolescentes que a mí me gustaba mucho. ¿De qué coño te ríes?, me dijo.

Siempre nos habíamos llevado bien. Pero Lu, en algún momento que nunca podré precisar, empezó a cambiar. Como si una sombra la cubriera poco a poco. Ella era la persona que yo más quería en la faz de la Tierra. Más que a mis padres. Y me generaba mucha impotencia notar cómo se alejaba de mí.

Yo todavía estaba en el colegio cuando Lu empezó el instituto. Contra todos los pronósticos, dejó de pegar y de montar escándalos y a mi madre solo la citaban para advertirle que iba mal en todas las asignaturas. Si no cambia de actitud, repetirá el curso, decía el tutor, Qué lástima porque es una chavala muy inteligente. Y decía el tutor: No es que no haga caso: cuando le hablo es como si pasara un tren, está en otro planeta. Mi madre la reñía por los suspensos. De hecho, la reñía por casi todo. Por no limpiar su cuarto, por la ropa, por los modos, por la música, por los horarios. Eres un puto desastre, le decía. Lo cierto es que también por la cabeza de mi madre estaba pasando algo parecido a un tren. Había empezado a trabajar por las tardes en una clínica veterinaria del centro y nosotros, hasta que ella regresaba, hacíamos lo que nos daba la gana. Pedíamos pizza por teléfono, que luego comíamos en el sofá, viendo la tele o jugando a la consola. La verdad es que juntos lo único que hacíamos era pedir pizza por teléfono. Y ni siquiera eso. Lu jamás jugó a la consola. Salía de su cuarto y me preguntaba ¿Ha dejado dinero? Yo le decía que sí y ella, entonces, cogía el teléfono y hacía el pedido. La mayoría de las veces se llevaba las porciones a su cuarto. O comía conmigo, sin decir apenas nada, y en cuanto acababa se levantaba y desaparecía de mi vista. Si cierro los ojos, puedo recordar la última vez que comimos juntos. Si cierro los ojos puedo volver a revivir esa escena como si estuviese viendo una imagen en dos dimensiones, con esa nitidez. Estábamos en el salón, sentados en el suelo con la caja de pizza abierta y apoyada, también, en el suelo. Había una botella de Coca-Cola de la que ambos bebíamos de tanto en tanto. No había vasos ni platos ni cubiertos. Solo la caja, la botella y la rueda con la que cortábamos la pizza. Lu llevaba una camiseta negra, de tirantes, el pelo recogido y las uñas pintadas de azul marino.

No hay comentarios

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.