Ediciones B, 2011. 340 páginas.
Marc Serena, con 25 años, tuvo una idea excelente y la tozudez necesaria para conseguir financiación y realizarla: Visitar 25 lugares del mundo y conocer a 25 jóvenes que tuvieran 25 años como él. Desde una madre de familia del sur de África hasta una futura cosmonauta rusa. Una paleta de lugares y modos de vida completamente diferentes.
No sé de dónde me vino esta recomendación y leyendo la contraportada me imaginaba algo temible. Lo que me he encontrado son 25 crónicas que nos describen cómo viven a pie de calle 25 jóvenes de todo el mundo. La prosa de Marc es ágil y nada aburrida, las historias están bien estructuradas y no nos abruman con documentación excesiva, es como hablar con un amigo que viva en otro lugar.
Había una página web pero ahora sólo queda esto:La vuelta de los 25. Entretenido y curioso viaje alrededor el mundo.
Recomendable.
El camino sube y nos regala cada vez más perspectiva. Nos encontramos un grupo de casas muy precarias, algunas erigidas con barro y ramas. Otras, con ladrillos de cemento y arena del río… Hay mucho espacio vacío entre casa y casa: ni farolas, ni contenedores, ni teléfonos, ni calles… nada de mobiliario urbano. Como máximo, algunas familias acotan su terreno con una discreta alambrada.
Por el camino nos topamos con grupitos de escolares uniformados. Me los quedo mirando y ellos a mí.
Les digo: sawubona, que es la manera de saludar en swazi. Textualmente significa «te veo». Ellos me regalan una sonrisa blanca.
«Mira, ¡allí está mi casa!», grita Bongani de golpe.
Es «su casa» a pesar de que el terreno no les pertenece. En Swazilandia, gran parte de la tierra no se puede comprar ni vender. Pertenece a la nación swazi y es el rey quien la administra a través de los jefes de cada zona. Si una familia quiere establecerse en algún lugar, debe esperar a que le asignen un espacio donde construir la casa y tierras para cultivar. En última instancia, la tierra nunca será suya y, si las autoridades locales consideran que causan problemas, podrán ser desterrados.
Mientras me lo cuenta veo que los niños de la casa, al vernos, vienen a recibirnos corriendo. Esta es una tradición swazi, que los más pequeños salgan a recibir a los invitados. Originalmente, era para comprobar si los visitantes traían buenas intenciones.
La primera en interceptarnos es Tenele, la hija pequeña. Tiene 5 años y es una preciosidad vestida de rosa y con chanclas azules. Sin pedir permiso, la subo a hombros.
Llegamos y nos recibe la familia de Bongani al completo: primos, tíos, abuela, hijos… Estamos todos muy excitados. Nos damos la mano y se echan a reír. Llega un momento en que ya no sé quién es quién. Sólo tengo claro que, de entre todos, destaca la mujer más bella de la casa, Isabel. Tiene unos
OJOS grandes, labios prominentes, un cuerpo sinuoso… 25 años esplendorosos. Ni las chanclas de sus pies ni el estampado de la blusa consiguen restarle encanto.
Los niños y los hombres van todos rapados al cero. Isabel, en cambio, luce unas trencitas delicadas, que acaban en un moño descontrolado.
Bongani está contento de ser tan bien recibido.
«Hacía días que no venía por aquí… ¡Ni los perros me conocen!», dice, con algo de amargura.
Para escapar del gentío, entramos en su casa, que tiene las paredes pintadas, a diferencia de las de muchos de sus vecinos. Nos aposentamos, fatigados del viaje, en el sofá de su salón. Hay pocos muebles y una tele encendida, aunque la señal no llega bien. A pesar de las interferencias, logro intuir una mujer vestida a la manera tradicional swazi: es la presentadora de las noticias.
Isabel y otra chica de la familia, Zamo, aparecen con vasos de agua fresca para aliviar el calor. No debería beber nada sin desinfectarlo con unas gotas bactericidas, fungicidas y virici-das, pero tengo mucha sed.
Las dos chicas están alteradas por la situación y Bongani les pide que se relajen. Ellas sueltan tres palabras en swazi y prorrumpen en risas. ¿Les parezco un extraterrestre? Debo de ser una verdadera rareza en un rincón del mundo donde son más habituales los albinos que los blancos.
Llegamos en una buena hora para comer. Nos traen umng-qusho, una sopa de color tenebroso con judías, tomate y pimienta verde. Zamo, la más extrovertida, me pregunta quién soy y de dónde vengo.
Las presentaciones son un ritual indispensable en un país tan pequeño: se deben evitar las bodas entre clanes próximos. En mi caso, no hay ninguna posibilidad que seamos de familia directa o indirecta pero, igualmente, quieren saberlo
todo.
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