Manuel Moyano. Teatro de ceniza.

mayo 24, 2024

Manuel Moyano, Teatro de ceniza
Menoscuarto, 2011. 124 páginas.

Excelente libro de microrrelatos del que dejo muestras para que lo disfruten tanto como yo. La calidad media, altísima.


Lucha de clases
El mayordomo escupe en el café que van a tomar los señores, amontona desperdicios debajo de la alfombra, extravía adrede algunas cartas. Llegará el día en que se decida por fin a mezclar cianuro en el jerez que sirve después de las comidas. Pero eso aún no lo sabe. Por el momento, cree que estos pequeños actos pueriles serán suficientes para saciar su sed de venganza.
El escapista
A Fernando Valls
Un mago no debería revelar sus trucos, pero te diré que no es tan difícil hacer surgir panes de un cesto si éste dispone de doble fondo, y que unos simples tablones, convenientemente emplazados bajo el agua, bastan para hacer creer a cualquier iluso que es posible caminar sobre la superficie de un lago. En cuanto a aquel hombre cuyos ojos sané, jamás en su miserable vida había estado ciego: se llamaba Sarug y obtuvo una buena recompensa a cambio de hacer su papel. Ahora, escúchame bien: los soldados no van a clavarme al madero; en realidad, me amarrarán las muñecas con los tendones de un cerdo y untarán mis brazos con su sangre: les he pagado veinte denarios a cada uno por participar en el engaño. Previamente, deberás haber depositado agua y víveres en el interior del sepulcro. Luego, una vez que me hayan dejado allí, harás rodar la piedra que cubre la entrada para que pueda escapar. Procura que nadie te vea. Y recuerda esto: deberás hacerlo antes del tercer día.
Equipajes
Cuando el profesor Archibald Pembroke llega a su hogar en Idylwood (Virginia), no consigue explicarse por qué no puede abrir la maleta de color gris, con remaches de metal, que acaba de recoger en el aeropuerto de Washington. Tras un largo forcejeo, rompe por fin el cerrojo para descubrir que esa maleta, aunque idéntica a la suya, es de otra persona. Examina sus pertenencias, que se encuentran amontonadas de cualquier manera: camisetas de colores con nombres de bandas de rock, pantalones bermudas, un traje de neopreno, una revista de submarinismo, una agenda que contiene los nombres y teléfonos de al menos treinta mujeres… El profesor Pembroke suspira hondo mientras piensa que le gustaría cambiarse por aquel individuo y llevar una vida más aventurera. Mientras, en la ciudad de Cheverly (Maryland), Leo Farrell contempla el contenido de la maleta gris que acaba de abrir a martillazos —libros de genética molecular, notas para un artículo científico, dos trajes de color oscuro, calzoncillos y calcetines perfectamente planchados y doblados— y se promete a sí mismo que, algún día, sentará la cabeza y empezará a ser tan ordenado, cabal y metódico como el propietario de esa maleta.
Depresión
Roberta Scalabrini, ama de casa, cuarenta y tantos, empuja su carro por los pasillos iluminados del hiper-mercado mientras repasa mentalmente la lista de la compra, que olvidó en la mesita del recibidor. A saber: un paquete de café, dos de arroz, lentejas a granel, zumo de banana, harina de maíz, concentrado de carne, aceite de girasol, leche desnatada, salsa de tomate, queso parmesano, dos piezas de salami, seis tarrinas de yogur con sabor a fresa, sal yodada, fertilizante líquido para las aspidistras del balcón, alpiste para los canarios, paté de carne para el gato, dulces de crema para Renzo, una libreta de hojas cuadriculadas para Sofía, bebidas energéticas para Cosimo, unas zapatillas nuevas para Angelo, dos cajas de cerveza holandesa para su marido, una botella de raticida para ella misma, que tiene planeado ingerir esta tarde de un solo trago, antes de que los niños regresen del colegio.
Precaución
«Reconocerás al diablo porque no tiene sombra.» Eso le había dicho su madre. Pero ahora era noche cerrada, ni siquiera brillaba la luna, y no tenía modo de saber si aquel hombre con el que estaba a punto de cruzarse en la oscuridad del parque era o no el diablo. Para no correr riesgos innecesarios, le hundió su navaja en el corazón.
El Kraken, monstruo mitológico que amedrentó a los navegantes durante siglos, dejó de ser un enigma desde el mismo momento en que fue capturado uno: resultó ser tan sólo un calamar que, aunque dueño de una considerable envergadura, en ningún caso hubiera sido capaz de engullir un barco. Algo similar ocurrió cuando, enganchada en las redes de un arrastrero, apareció por primera vez una sirena. La carne fofa, los pechos caídos, su fealdad era tal que ningún marinero poAm.^vjfottse. «mswot&do turnea de ella. Además, por mucho que se obstinase en demostrar lo contrario, tenía una forma horrible de cantar.
Fábula
Tenga cuidado con las ranas de aquí —me advirtió el aduanero—. Les gusta llevar una vida muelle y se las saben todas. Si no tiene más remedio que pasar junto a una charca y alguno de esos malditos batracios le pide que lo bese, usted como si oyera llover, señorita. Éste es un reino humilde, y el erario público ya no puede mantener más príncipes.
Autobús
Todos los asientos del autobús estaban libres, pero ella se sentó justo a mi lado. La miré de reojo: no había visto una mujer tan hermosa en toda mi vida. Era indudable que quería algo de mí; sin embargo, no se me ocurría nada que decirle: siempre he sido un poco timorato con el sexo opuesto. Fue ella quien rompió el hielo; me cogió de la mano y, mirándome con aquellos grandes ojos de color turquesa, me preguntó qué hora era. El roce de su piel me hizo enfermar de deseo. Apenas acerté a leer la esfera de mi reloj de pulsera; la voz me temblaba cuando respondí: «Las seis y media». «Entonces, ya es hora de despertar», afirmó ella.
Laconismo
Mi vida puede resumirse en dos frases. Ya he gastado ambas.
El corredor
Desde que una avería de coche me obligó a detenerme en este condenado pueblo, intuí que había algo anormal en él. Los lugareños me sonreían con insistencia y se aproximaban para palparme el pecho, los brazos, la cara. Incluso lo hicieron el mecánico del taller —que dejó mi camisa impregnada de grasa— y la propia dueña de la fonda donde me alojé, cuyo descaro al palmearme el trasero consiguió que me ruborizara. Al principio, creí que aquel peculiar hábito era el modo que tenían de dar la bienvenida a los forasteros. Sólo esta mañana, después de declararse abierta la cacería, comprendí que habían estado calibrando la consistencia de mi carne. Hace horas y horas que corro monte a través. En la ciudad solía practicar deporte. No seré una cena fácil.
El dilema de Dante
A José Ángel Zapatero
En una oscura taberna, arrasado por el dolor, Dante le confiesa a un amigo que está pensando en suicidarse, ya que nunca podrá conquistar el corazón de Beatriz. Dios, que escucha estas palabras con cierto desagrado, desciende hasta la taberna y decide mostrarle a Dante una realidad alternativa: en ella, Beatriz no sólo le declara su amor, sino que lo conduce hasta el altar y le da seis hijos; él trabaja para sacar a su familia adelante, nunca escribe la Divina Comedia y muere en el más completo olvido. «Ahora, escoge», le increpa Dios. Dante vacila.
Singladura
A Luis Alberto de Cuenca
A lo largo de ese día, el viajero recorre a pie las desoladas llanuras de la tundra, navega en una goleta sorteando gigantescos témpanos de hielo, bucea a pulmón entre silentes bosques de coral y de madrépora, se enfrenta a una horda de caníbales, asciende a la cumbre donde un ídolo de oro le dirá el porvenir, enamora a la hija de un rey, mata a un oso con el mero auxilio de una daga. Es tan sólo al término de esa larga jornada, mientras cae la noche, cuando el viajero escucha cómo alguien le indica, en tono apremiante, que ya es hora de cerrar y que debe abandonar inmediatamente la biblioteca.

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