Mondadori, 2010. 192 páginas.
Tit. Or. Katalin utcá. Trad. José Miguel González Trevejo y Mária Szijj.
Un libro que me enamoró desde la primera página. Lenguaje exquisito y una trama que desnuda las interioridades de los personajes con un aire onírico muy sugestivo.
Una delicia.
Otras reseñas: Calle Katalin de Magda Szabó y Calle Katalin de Magda Szabó.
El proceso de envejecer no es como lo describen los escritores, ni tampoco como se define en la medicina.
A los vecinos de la calle Katalin ni los libros ni los médicos les habían preparado para la extraña nitidez con que la vejez les iluminaría el pasillo borroso y apenas visible que habían recorrido en las primeras décadas de su vida, ni tampoco para cómo les reordenaría los recuerdos y las angustias, cómo cambiaría sus juicios y su escala de valores. Se habían hecho a la idea de que traería cambios biológicos, de que sus cuerpos iniciarían un proceso de desintegración que concluiría con la misma precisión y dedicación con que los había preparado para el camino que debían recorrer a partir del instante de su concepción, asumieron que su aspecto variaría, que sus sentidos se debilitarían, que, a la par que los cambios físicos, también cambiarían sus gustos, sus costumbres y sus necesidades, que se volverían más glotones o más inapetentes, tímidos o susceptibles, y que el acto de dormir y de digerir —que de jóvenes consideraban parte de la vida misma— también podría sufrir complicaciones. Nadie les había advertido de que la desaparición de la juventud no resultaba alarmante por lo que les quitaba, sino por lo que les daba. Ni sabiduría, ni serenidad, ni sobriedad o calma, sino la conciencia de la desintegración del Todo.
El hogar de los Bíró fue liquidado, la casa fue ocupada por víctimas de los bombardeos, Bienes sin Dueño se llevó los muebles y luego los repartió, la señora Temes se mudó a nuestra casa. Necesitábamos a un inquilino más, la casa era muy grande, y según los decretos, no nos correspondían tantas habitaciones. La mudanza de la señora Temes no supuso mayor cambio, apenas notamos que había una extraña en la casa; también es verdad que la señora Temes no era ninguna extraña.
Nos vino bien su ayuda. Para entonces Blanka había conseguido entrar en la oficina del hospital de Bálint nada más aprobar el examen de bachillerato, gracias a la ayuda del comandante, medio año antes de que a Bálint lo hicieran prisionero. Blanka disfrutaba del trabajo más de lo que habíamos imaginado y, aunque era una mecanógrafa nefasta y a veces traspapelaba y hasta perdía las fichas de los enfermos, en ocasiones le daban primas porque los familiares de los pacientes enviaban cartas al hospital agradeciendo la ayuda de Blanka, sus palabras de aliento, el eterno optimismo con que les sonreía; les consolaba diciendo que no tuvieran miedo, que allí, en aquel hospital, se curaba todo el mundo.
En casa éramos tres los que ganábamos dinero, así que tirábamos adelante. El ambiente de la escuela donde me dieron el primer empleo me resultaba tan natural como si hubiera nacido allí mismo, mi padre estaba feliz al ver que había heredado su seguridad para impartir la enseñanza, su talento pedagógico, aunque al principio me costó trabajo suplir mi falta de experiencia. En el mundo de la enseñanza me sentía como pez en el agua. Tenía mucho trabajo, pero no me importaba, me gustaba trabajar y así me quedaba menos tiempo para pensar en Bálint, en qué estaría haciendo y en cómo sería nuestra vida cuando volviera.
Un comentario
Justo acabé de leer ayer La puerta. Otra maravilla.