Tusquets, 1997, 2012, 2013. 240 páginas.
Un travesti es asesinado con un lazo de seda roja en el Bosque de la Habana. Aunque el teniente Mario Conde estaba degradado temporalmente lo readmiten para que investigue el caso. Se adentrará en una parte de La Habana que desconocía, un mundo en el que cada uno lleva su máscara.
Mi primer contacto con el detective Mario Conde y me ha resultado así así. Me ha gustado el retrato de La Habana, cómo la gente se busca la vida y los equilibrios entre lo legal y lo ilegal. También cómo en una sociedad homófoba la gente vive su sexualidad como puede.
Lo mejor de la novela, con diferencia, el personaje del dramaturgo Alberto Marqués, sus recuerdos y su dignidad a prueba de balas. El culpable del asesinato se ve venir desde la mitad del libro, aunque hay detalles que no me acabaron de encajar.
No está mal.
Desde su distancia furtiva el Conde lo observó con curiosidad sentimental: sabía que, para muchos, aquel hombre de cara doméstica y guayabera empolvada de olvidos, era uno de los poetas más importantes que hubiera parido la isla, y que, en su paso por la poesía, además del tiempo, había legado una percepción única de ese país extraño y desproporcionado en el que habitaban. Aquella grandeza poética, para muchos imperceptible, oculta tras un físico que jamás nadie hubiera perseguido con admiración por las calles de La Habana, tenía, sin embargo, un valor esencial y permanente por la capacidad envidiable de su poderío, hecho sólo de la magia esencial de las palabras.
Ahora, mientras chupaba su pipa renegrida, con ansiedad de fumador con enfisema, Eligio Riego dejaba correr sus ojos pequeños sobre el auditorio, y se permitía una sonrisa, antes de continuar:
—Los católicos somos demasiado serios con las cosas divinas. Nos falta la alegría primitiva y vital de los griegos, los yorubas o los hindúes, que dialogan con sus dioses, y los sientan a su mesa. Siempre me ha parecido injusto, por ejemplo, ignorar el humor que existe en las Sagradas Escrituras, despreciar esa risa sagrada que Dios nos dio y nos comunicó, y hasta olvidar que el primer gran milagro de Jesús fue el de convertir el agua en vino… Clarísima señal divina.
—¿Y los demonios, Eligio? —le preguntó un enterado de la primera fila.
—Mire, joven, la existencia de los demonios atestigua la existencia de Dios, y viceversa. Se necesitan entre sí como se necesita el Bien para que exista el Mal. Y por eso el demonio también está en todas partes: en el infierno y en la tierra, aquí dentro y allá fuera. Además, si nos atenemos a la tradición talmúdica, los ángeles aparecieron el segundo día de la creación. Por tanto, Lucifer, el más bello de todos esos ángeles, existe desde esa fecha tan temprana, ¿no? Luego se produce su caída, la de Lucifer y su banda disidente, y según he oído decir, desde entonces el demonio se caracteriza porque una de cada tres veces parpadea de abajo hacia arriba, no puede andar hacia atrás ni sabe sonarse la nariz; jamás duerme y es impaciente, ambicioso y no produce sombra; su plato favorito son las moscas, pero come otras cosas, siempre muy condimentadas, aunque tiene aversión por la sal… Pero lo que más me interesa de los demonios, por supuesto, es su comprobada capacidad artística: se dice que el maligno es un excelente músico y que sus instrumentos preferidos son los de cuerda. Siempre recuerdo como un ejemplo que el padre Juan Horozco y Covarrubias, en su Tratado de la verdadera y falsa profecía, publicado en Segovia en 1588, asegura que tenía pruebas de esa vocación artística del demonio. En su libro el padre cuenta haber visto cómo Lucifer, poseyendo el cuerpo de una pueblerina de pocas luces, compuso unos hermosos versos profanos y, como se dice ahora, los musicalizó, para cantarlos acompañado por una vihuela que, con los brazos y manos de la mujer, tocaba como «el más diestro del mundo»… Ahora, joven, más que los demonios del infierno, me interesan los demonios de la tierra, los hombres demoniacos, como Max Beerbohm, el novelista inglés que escribió Zuleika Dobson, la apasionante historia de la muchacha más bella del planeta, que causó el mal de amores capaz de provocar el suicidio masivo de todos los estudiantes de Oxford, enamorados de sus diabólicos encantos y, según se desprende de las últimas páginas de la novela, también amada por los de Cambridge, hacia donde se dirigía. Es una de las historias más demoniacas que jamás he leído… —aseguraba Eligio, con los ojos empequeñecidos, cuando el Conde decidió garantizar la tranquilidad de su próxima conversación con el poeta y salió para reservar una mesa en el café El Louvre. ¿Hay añejo? Sí, y también carta oro. No, dos añejos dobles, sin hielo. No, ahora regreso, cuídame la mesa, le advirtió al camarero y fue en busca de Eligio Riego que, pipa en mano, conversaba a la salida del salón de conferencias con una joven que parecía derretirse bajo el calor de sus palabras. ¿Será el mismísimo demonio? No me queda más remedio que interrumpirte, viejo, se dijo el Conde y lo abordó:
—Disculpe, maestro… yo soy el amigo de su amigo Rangel.
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