Alfaguara, 1990, 2003. 182 páginas.
Incluye los siguientes relatos:
Noviembre, la madre, 1936
Hotel Florida, Plaza del Callao
10 de la noche, Cuartel del Conde Duque
Nubes de polvo y humo
Riesgos del atardecer
Puertas abiertas, puertas cerradas
Calle de Ruiz, ojos vacÃos
Ventanas de los últimos instantes
Mastican los dientes, muerden
Aventura en Madrid
Un ruido extraño
Joyas, manos, amor, las ambulancias
Campos de Carabanchel
Presagios de la noche
Heladas lluvias de febrero
Las lealtades
Ambientados en el último año de la guerra civil en Madrid, pero la guerra nunca es el centro, sino un paisaje de fondo por el que transitan personajes que sobreviven como pueden, a veces llenos de odio, otras agarrándose a una pequeña esperanza.
Es sobre todo el lenguaje denso, de orfebre, lo que destaca del libro. Cuando me preguntan a qué velocidad leo siempre contesto que depende, hay novelas largas que se leen en una tarde y cuentos como estos que necesitan de una semana para degustarse. Por suerte, porque el otro libro que leà del autor no me gustó demasiado.
Pero éste está bien. Me encantó Un ruido extraño con su aire de irrealidad,
Muy bueno.
Bajaba aquella tarde por la calle de Benito Gutiérrez camino de la Brigada y con el cuidado de no tropezar en los adoquines sueltos apenas si levantaba los ojos del suelo. Por encima de mÃ, en el cielo, los resplandores del atardecer madrileño, tan asombroso a veces por sus colores grana y cobalto, contrastaban con la penumbra que empezaba a cubrir las fachadas destrozadas de los edificios.
Atravesaba entre montones de tierra, balcones desprendidos, marcos de ventana, crujientes cristales rotos, ladrillos, tejas y en el absoluto silencio del barrio, las botas producÃan un roce rÃtmico que yo me entretenÃa en ir siguiendo.
Calle abajo iba acomodando mi caminar al ritmo de los pasos y mentalmente repetÃa su compás. Pero al resbalar un pie en un cartucho vacÃo y pararme y quebrarse aquella música de tambor, me di cuenta que continuaba en un rumor imperceptible que no era el hecho por mÃ. Creà que el eco —siempre acechándonos desde las casas desiertas— repetÃa mis pasos. En seguida comprendà que esta vez no era el eco y que venÃa de la derecha. Miré hacia aquel lado: encontré un palacete rodeado por un jardÃn que a pesar del invierno conservaba arbustos verdes y grandes enredaderas. Los balcones estaban abiertos y las persianas rotas; una esquina del tejado se habÃa hundido, en la fachada faltaban trozos de cornisa, pero, aun asÃ, tenÃa un aspecto elegante y lujoso.
Del jardÃn me llegaba un ruido chirriante y acompasado, ruido metálico como el de las veletas cuando las hace girar el viento. Pero no hacÃa viento ni habÃa veletas; encima del tejado, las nubes solamente que tomaban colores difÃcil de describir. No debÃa extrañarme y me extrañé. Algunas veces subÃan hasta allà los de la Brigada a buscar una silla o a husmear por las casas vacÃas, pero aquella tarde presentà algo diferente.
Despacio, sin hacer ruido, me acerqué a la cancela entreabierta y miré dentro del jardÃn. Estaba cubierto de hierbas, habÃa dos árboles caÃdos, uno de ellos apoyado sobre la escalinata de piedra blanca que subÃa hasta una gran puerta, abierta y oscura. Aquello, como era de esperar, estaba vacÃo y abandonado; recorrà con la mirada todo el jardÃn, precisé de dónde venÃa el ruido, y entre las ramas bajas de los arbustos vi dos manos —dos manchas claras en la media luz— que subÃan y bajaban. Avancé la cabeza, entorné los ojos; sÃ, ante el brocal de un pozo una persona tiraba de la cuerda y hacÃa girar la roldana que chirriaba acompasadamente.
—¿Qué hará ése ah� —me dije, y traspasé la cancela, pero debà hacer ruido con las malditas botas y en un instante las manos desaparecieron y oà cómo chocaba un cacharro de metal en el pozo.
Si hubiera sido un soldado no hubiera huido. Tuve curiosidad y, bordeando la casa, fui hacia allÃ.
Colgando de la rueda las cuerdas oscilaban aún. Las puntas de los matorrales que crecÃan alrededor se mecÃan en el aire y señalaban el sitio por donde habÃa escapado aquella persona: una puerta baja, también abierta, que debÃa de ser del sótano; la única entrada en aquel lado de la casa.
Aquello era sospechoso y sin pensarlo bien —lo que en realidad debÃa haber hecho— me metà por ella, bajé unos escalones y en la penumbra distinguà otra puerta. Crucé aquella habitación o lo que fuera y me encontré en un pasillo aún más oscuro. A su final oà un golpe, como de dos maderas que chocasen.
Fui hacia allá con la mano en la funda de la pistola, intentando descubrir algo, ver en la semioscuridad. Subà otros escalones; empujé la puerta entreabierta y choqué, yo también, contra un mueble, acaso una mesa. No me detuve porque en el marco de una puerta abierta y más iluminada habÃa percibido una sombra que desaparecÃa.
Entonces fue cuando grité por primera vez. No pensé lo que hacÃa, acaso por la costumbre de gritar órdenes, pero al ver la figura que se esfumaba grité:
—¡Para! ¡Quieto!
Fue un grito tan destemplado que me retumbó dentro de la cabeza y me hizo daño en los oÃdos: resonó en toda la casa y oà cómo se perdÃa en aquel edificio abandonado y cómo lo repetÃan las paredes en lejanas habitaciones. Me estremecà y deseé estar en la calle cuanto antes.
Entré en una pieza amplia, iluminada por dos balcones que dejaban entrar la luz del atardecer. Allà no habÃa nadie; solamente muebles grandes y antiguos, algunas butacas caÃdas por el suelo que, como la calle, como todo el barrio, como todo el paÃs, estaba cubierto de basuras y escombros.
Lejos, en otra habitación, oà de nuevo un ruido: esta vez más intenso, más continuado; pensé en alguien que cayese por una escalera: un ruido que habÃa oÃdo siendo niño y que fue seguido por los lamentos de mi tÃa Engracia, que se rompió una pierna. Pero ahora no se oyó voz alguna y todo volvió a quedar en silencio.
A grandes pasos, sin preocuparme de que mis botas retumbasen, corrà hacia allÃ; atravesé otra pieza, hallé —como presentÃa— una escalera espaciosa, subà por ella de dos en dos y al encontrarme en el piso superior noté más luz —mis ojos ya se acostumbraban— y fui atravesando habitaciones que me parecÃan iguales, con los balcones abiertos y las puertas igualmente abiertas, cuadros antiguos que ocupaban las paredes, mesas cubiertas de polvo, vitrinas vacÃas, sofás y sillas derribadas por el suelo.
Delante de mà una persona escapaba. Estaba seguro de que no se habÃa ocultado en ningún escondrijo, sino que iba corriendo de habitación en habitación, sorteando los muebles, atravesando las puertas entornadas por las que pasaba yo también anhelante, escudriñando los rincones y las grandes zonas de oscuridad y las altas cornucopias sobre las consolas y los amenazadores cortinones que aún colgaban en algunos sitios. Crucé por tantas habitaciones que pensé si estarÃa dando vueltas y no iba a encontrar la salida cuando quisiera bajar a la calle. Ninguna puerta estaba cerrada y todas cedÃan a mi paso como si quisieran conducirme a algún sitio.
No me atrevÃa a gritar. El grito que di antes habÃa sido repetido tan extrañamente por todos los rincones de la casa que no me atrevà a dar otro. Además, era absurdo llamar a alguien que no sabÃa quién era y si podÃa escucharme.
Tras una puerta encontré otra escalera: distinta de la anterior, no tan ancha y sin la baranda de madera torneada. Terminaba en una oscuridad completa y de aquel pozo sombrÃo me llegó un olor extraño, desagradable, que quise recordar de otras veces.
Fue entonces cuando vi el primer gato: desvié la mirada y le vi en el borde del primer escalón, con el lomo arqueado y la cola erizada. Miraba hacia abajo y cuando me oyó pasó junto a mà como un relámpago y entró por donde yo salÃa. Era un gato de color claro, grande, casi demasiado grande, o al menos eso me pareció. Luego vi otros muchos gatos, habÃa allà docenas de ellos, pero ninguno me desagradó como aquél, aquella forma viva, inesperada que encontraba delante.
Pero a quien yo perseguÃa no era un gato. Era una persona que sacaba agua de un pozo y no querÃa encontrarse conmigo. Un animal nunca me hubiera dado la sensación penosa de perseguir a un ser humano. Tuve que lanzarme escaleras abajo, a las habitaciones más oscuras del piso primero donde habÃa más objetos, o qué sé yo qué demonios, contra los que tropezaba, y el suelo parecÃa estar levantado y lleno de inmundicia.
No hay comentarios