Juan Eduardo Zúñiga. Largo noviembre de Madrid.

noviembre 7, 2022

Juan Eduardo Zúñiga, Largo noviembre de Madrid
Alfaguara, 1990, 2003. 182 páginas.

Incluye los siguientes relatos:
Noviembre, la madre, 1936
Hotel Florida, Plaza del Callao
10 de la noche, Cuartel del Conde Duque
Nubes de polvo y humo
Riesgos del atardecer
Puertas abiertas, puertas cerradas
Calle de Ruiz, ojos vacíos
Ventanas de los últimos instantes
Mastican los dientes, muerden
Aventura en Madrid
Un ruido extraño
Joyas, manos, amor, las ambulancias
Campos de Carabanchel
Presagios de la noche
Heladas lluvias de febrero
Las lealtades

Ambientados en el último año de la guerra civil en Madrid, pero la guerra nunca es el centro, sino un paisaje de fondo por el que transitan personajes que sobreviven como pueden, a veces llenos de odio, otras agarrándose a una pequeña esperanza.

Es sobre todo el lenguaje denso, de orfebre, lo que destaca del libro. Cuando me preguntan a qué velocidad leo siempre contesto que depende, hay novelas largas que se leen en una tarde y cuentos como estos que necesitan de una semana para degustarse. Por suerte, porque el otro libro que leí del autor no me gustó demasiado.

Pero éste está bien. Me encantó Un ruido extraño con su aire de irrealidad,

Muy bueno.

Bajaba aquella tarde por la calle de Benito Gutiérrez camino de la Brigada y con el cuidado de no tropezar en los adoquines sueltos apenas si levantaba los ojos del suelo. Por encima de mí, en el cielo, los resplandores del atardecer madrileño, tan asombroso a veces por sus colores grana y cobalto, contrastaban con la penumbra que empezaba a cubrir las fachadas destrozadas de los edificios.
Atravesaba entre montones de tierra, balcones desprendidos, marcos de ventana, crujientes cristales rotos, ladrillos, tejas y en el absoluto silencio del barrio, las botas producían un roce rítmico que yo me entretenía en ir siguiendo.
Calle abajo iba acomodando mi caminar al ritmo de los pasos y mentalmente repetía su compás. Pero al resbalar un pie en un cartucho vacío y pararme y quebrarse aquella música de tambor, me di cuenta que continuaba en un rumor imperceptible que no era el hecho por mí. Creí que el eco —siempre acechándonos desde las casas desiertas— repetía mis pasos. En seguida comprendí que esta vez no era el eco y que venía de la derecha. Miré hacia aquel lado: encontré un palacete rodeado por un jardín que a pesar del invierno conservaba arbustos verdes y grandes enredaderas. Los balcones estaban abiertos y las persianas rotas; una esquina del tejado se había hundido, en la fachada faltaban trozos de cornisa, pero, aun así, tenía un aspecto elegante y lujoso.
Del jardín me llegaba un ruido chirriante y acompasado, ruido metálico como el de las veletas cuando las hace girar el viento. Pero no hacía viento ni había veletas; encima del tejado, las nubes solamente que tomaban colores difícil de describir. No debía extrañarme y me extrañé. Algunas veces subían hasta allí los de la Brigada a buscar una silla o a husmear por las casas vacías, pero aquella tarde presentí algo diferente.
Despacio, sin hacer ruido, me acerqué a la cancela entreabierta y miré dentro del jardín. Estaba cubierto de hierbas, había dos árboles caídos, uno de ellos apoyado sobre la escalinata de piedra blanca que subía hasta una gran puerta, abierta y oscura. Aquello, como era de esperar, estaba vacío y abandonado; recorrí con la mirada todo el jardín, precisé de dónde venía el ruido, y entre las ramas bajas de los arbustos vi dos manos —dos manchas claras en la media luz— que subían y bajaban. Avancé la cabeza, entorné los ojos; sí, ante el brocal de un pozo una persona tiraba de la cuerda y hacía girar la roldana que chirriaba acompasadamente.
—¿Qué hará ése ahí? —me dije, y traspasé la cancela, pero debí hacer ruido con las malditas botas y en un instante las manos desaparecieron y oí cómo chocaba un cacharro de metal en el pozo.
Si hubiera sido un soldado no hubiera huido. Tuve curiosidad y, bordeando la casa, fui hacia allí.
Colgando de la rueda las cuerdas oscilaban aún. Las puntas de los matorrales que crecían alrededor se mecían en el aire y señalaban el sitio por donde había escapado aquella persona: una puerta baja, también abierta, que debía de ser del sótano; la única entrada en aquel lado de la casa.
Aquello era sospechoso y sin pensarlo bien —lo que en realidad debía haber hecho— me metí por ella, bajé unos escalones y en la penumbra distinguí otra puerta. Crucé aquella habitación o lo que fuera y me encontré en un pasillo aún más oscuro. A su final oí un golpe, como de dos maderas que chocasen.
Fui hacia allá con la mano en la funda de la pistola, intentando descubrir algo, ver en la semioscuridad. Subí otros escalones; empujé la puerta entreabierta y choqué, yo también, contra un mueble, acaso una mesa. No me detuve porque en el marco de una puerta abierta y más iluminada había percibido una sombra que desaparecía.
Entonces fue cuando grité por primera vez. No pensé lo que hacía, acaso por la costumbre de gritar órdenes, pero al ver la figura que se esfumaba grité:
—¡Para! ¡Quieto!
Fue un grito tan destemplado que me retumbó dentro de la cabeza y me hizo daño en los oídos: resonó en toda la casa y oí cómo se perdía en aquel edificio abandonado y cómo lo repetían las paredes en lejanas habitaciones. Me estremecí y deseé estar en la calle cuanto antes.
Entré en una pieza amplia, iluminada por dos balcones que dejaban entrar la luz del atardecer. Allí no había nadie; solamente muebles grandes y antiguos, algunas butacas caídas por el suelo que, como la calle, como todo el barrio, como todo el país, estaba cubierto de basuras y escombros.
Lejos, en otra habitación, oí de nuevo un ruido: esta vez más intenso, más continuado; pensé en alguien que cayese por una escalera: un ruido que había oído siendo niño y que fue seguido por los lamentos de mi tía Engracia, que se rompió una pierna. Pero ahora no se oyó voz alguna y todo volvió a quedar en silencio.
A grandes pasos, sin preocuparme de que mis botas retumbasen, corrí hacia allí; atravesé otra pieza, hallé —como presentía— una escalera espaciosa, subí por ella de dos en dos y al encontrarme en el piso superior noté más luz —mis ojos ya se acostumbraban— y fui atravesando habitaciones que me parecían iguales, con los balcones abiertos y las puertas igualmente abiertas, cuadros antiguos que ocupaban las paredes, mesas cubiertas de polvo, vitrinas vacías, sofás y sillas derribadas por el suelo.
Delante de mí una persona escapaba. Estaba seguro de que no se había ocultado en ningún escondrijo, sino que iba corriendo de habitación en habitación, sorteando los muebles, atravesando las puertas entornadas por las que pasaba yo también anhelante, escudriñando los rincones y las grandes zonas de oscuridad y las altas cornucopias sobre las consolas y los amenazadores cortinones que aún colgaban en algunos sitios. Crucé por tantas habitaciones que pensé si estaría dando vueltas y no iba a encontrar la salida cuando quisiera bajar a la calle. Ninguna puerta estaba cerrada y todas cedían a mi paso como si quisieran conducirme a algún sitio.
No me atrevía a gritar. El grito que di antes había sido repetido tan extrañamente por todos los rincones de la casa que no me atreví a dar otro. Además, era absurdo llamar a alguien que no sabía quién era y si podía escucharme.
Tras una puerta encontré otra escalera: distinta de la anterior, no tan ancha y sin la baranda de madera torneada. Terminaba en una oscuridad completa y de aquel pozo sombrío me llegó un olor extraño, desagradable, que quise recordar de otras veces.
Fue entonces cuando vi el primer gato: desvié la mirada y le vi en el borde del primer escalón, con el lomo arqueado y la cola erizada. Miraba hacia abajo y cuando me oyó pasó junto a mí como un relámpago y entró por donde yo salía. Era un gato de color claro, grande, casi demasiado grande, o al menos eso me pareció. Luego vi otros muchos gatos, había allí docenas de ellos, pero ninguno me desagradó como aquél, aquella forma viva, inesperada que encontraba delante.
Pero a quien yo perseguía no era un gato. Era una persona que sacaba agua de un pozo y no quería encontrarse conmigo. Un animal nunca me hubiera dado la sensación penosa de perseguir a un ser humano. Tuve que lanzarme escaleras abajo, a las habitaciones más oscuras del piso primero donde había más objetos, o qué sé yo qué demonios, contra los que tropezaba, y el suelo parecía estar levantado y lleno de inmundicia.

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