Juan Eduardo Zúñiga. Brillan monedas oxidadas.

julio 31, 2017

Juan Eduardo Zúñiga, Brillan monedas oxidadas
Círculo de lectores, 2010. 152 páginas.

Incluye los siguientes relatos:

La fuerza del vendaval agitaba las cortinas como un gran pájaro…
El festín y la lluvia
Jazz session
Agonía bajo el manto de oro
La gran mancha verde
El ramo de lilas
Has de cruzar la ciudad

Se olvidan tantas historias de orgullosa pasión y de rebeldías…
La mujer del chalán
El campanero de San Sebastián
Conjuro de marzo
El molino de Santa Bárbara
Interminable noche de los miedos

SUS VIDAS ERAN DEMASIADO IGUALES…
No llegará el sobrino de Praga
Lejano amor soñado
El bastón de Lula Luzán
París, última decisión

Y aunque el escritor maneja muy bien el lenguaje, las historias en escasas ocasiones han llegado a emocionarme. El primer relato El festín y la lluvia, un grupo de gente atrapado por las malas condiciones en un hotel en la montaña, me ha gustado por su ambientación y el personaje de la muchacha. MI preferido Has de cruzar la ciudad, pequeña odisea de una repartidora de Pizzas en su periplo nocturno.

Algunas historias me han parecido excesivamente banales. Bien construidas, pero sin alma.

Aquí lo reseñan muy bien, detallando la trama de los cuentos: Brillan monedas oxidadas (Juan Eduardo Zuñiga 2010) y `Brillan monedas oxidadas´, de Juan Eduardo Zúñiga.

Los compañeros, y hasta los cocinerillos, desde la puerta la ven partir y todos sienten que no debería ir sola, que se mete en la noche como un pájaro en una tormenta, como si fuera derecha a un pantano, a lanzarse a un peligro inconcreto pero cierto.
Todos admiran sus pechos erguidos y juveniles, todos la desean, pero al iniciar el viaje de la noche, es un sentimiento de compañerismo y de inquietud lo que les obliga a desearle suerte, que no haya problemas, y algunos levantan la mano y la agitan y otros dan un paso adelante para detenerla, que no se vaya, que aquella hora tan tarde, puede ser hora de amenazas.
Ella se traza mentalmente un itinerario por donde ha de ir pero como sólo recuerda las calles importantes, grandes zonas de total sombra serán su camino, que cruzará al azar, sin saber dónde terminará: un trayecto de asfalto iluminado la espera y lo seguirá entre los reflejos charolados de los coches y el rugido de otras motos.
Carmela dice adiós y parte llevando tres cajas de cartón con el contenido aún caliente; deja atrás unas calles y entra por Conde de Peñalver con sus autobuses y su circulación, que a trechos está muy oscuro y no ve a nadie, como si todos ya estuvieran acostados en sus camas, entregados a la voluptuosa flojedad del descanso, pero cuando llega a Goya, las aceras están concurridas y los rótulos luminosos dan la claridad mágica de lujo y bienestar que a ella le complace. A ambos lados hay escaparates iluminados que tras los cierres metáli-
cos muestran sus mil artículos tentadores que ella presiente como una promesa para un dudoso futuro pero no los mira porque debe esquivar coches de noctámbulos que conducen mal y si coinciden con ella en un semáforo, le dicen obscenidades y alargan la mano para tocarla.
Cruza como un rayo Recoletos y sin hacer caso de las direcciones únicas, busca cómo llegar al teatro donde debe entregar la primera pizza a quienes han hecho el encargo y que conoce porque otras veces ha ido allí: es el personal que no ha cenado y que debe esperar a que la representación acabe. Entra en el despacho de contaduría llevando la caja de cartón bien alta, como una ofrenda a un santo milagroso, y su ademán solemne hace reír a todos: los dos porteros, las acomodadoras, la señora de los lavabos, la taquillera que podía irse pero que espera por algún motivo. La saludan y le dicen bromas agradeciendo su llegada y, mientras le pagan, le hacen preguntas: si le han renovado el contrato, si tiene novio, a qué hora termina el reparto. A Carmela le atrae el teatro pero nunca va; admira cómo el actor finge que es otro, y otro es su carácter, pero ellos le replican que no se lo crea, que más fingen los espectadores que simulan toda su vida ser inocentes. Rompen a reír y un acomodador, que ha presenciado tantas funciones, pone posturas y hace visajes propios de un actor malo pero Carmela en seguida comprende a quién imita: a los que aparecen en las fotos de las revistas del corazón.

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