Juan Bonilla. Los príncipes Nubios.

marzo 3, 2008

Seix Barral, 2003. 291 páginas.

Juan Bonilla, Los Príncipes Nubios
Salvación neoliberal

No recuerdo si he leído algo de Juan Bonilla. En cualquier caso vi la película Nadie conoce a Nadie basada en un libro suyo y me gustó. El argumento del libro me resultaba atractivo y decidí llevármelo en la biblioteca. Para probar.

Moisés es un joven algo perdido hasta que trabajando de payaso sin fronteras en un vertedero de Bolivia recibé una curiosa propuesta: dedicarse a salvar vidas. Su misión será buscar en las zonas más deprimidas del planeta y rescatar a aquellos cuya belleza les permita trabajar en el ‘Club Olimpo’, una empresa dedicada a la prostitución de alto standing. Su jefa acaba de encargarle una difícil misión: un cliente se ha enamorado de un joven aparecido en un reportaje fotográfico de las pateras de Cádiz. Deberá encontrarlo y convencerlo de que trabaje para el club.

Frase de la contraportada: Audaz y corrosiva desde la idea inicial hasta su resolución. Debería decir: audaz y corrosiva la idea inicial que se queda sin resolución. La idea de un club de prostitución de lujo que se dedica a cazar bellezas en lugares pobres está bien, y hace pensar. Cuando al protagonista le van mandando a sitios ‘porque acaban de tener un terremoto, o porque hay crisis económica’ es inevitable pensar que si vivimos en un mundo capitalista, donde tanto tienes, tanto vales, la única manera de salir de la miseria es vender lo que se tenga: talento, trabajo o tu cuerpo. Liberalismo en acción.

El resto, alguna que otra aventura por los barrios bajos de Cádiz, un protagonista con más mentalidad de adolescente angustiado que de cínico cazador/salvavidas, y alguna que otra buena idea que no llega a desarrollarse. La prosa normalita, aderezada con algún que otro detalle interesante, pedacitos de almendra que son lo único que le dan algo de sabor al libro.

Resumiendo: un libro bastante flojo para las posibilidades que, en un principio, parecía tener.

Escuchando: El Club De Los Inocentes. Esclarecidos.


Extracto:[-]

Llevaba tres semanas allí, no sólo dedicado a las actuaciones ante un público tan adorable y complaciente sino también ayudando aquí y allá, montando barracones de madera que cobijaran a algunas familias o impartiendo clases de matemáticas cuando la persona que debía encargarse de eso pedía que la sustituyesen para tomarse el día libre, cuando conocí a Roberto Gallardo, un treintañero pelirrojo, argentino y atildado al que había visto alguna vez merodeando por el vertedero, y que hasta entonces había confundido con uno de los nuestros. No, no era de los nuestros. Estaba solo en uno de los garitos que yo frecuentaba en cuanto se ponía el sol y necesitaba anegarme la conciencia para fabricarme un poco de sueño —ya me dormía sin conceder ninguna entrevista: no me daba tiempo a contestar una sola pregunta—. Roberto me preguntó si la banqueta de mi izquierda estaba ocupada y con un gesto le invité a que se sentara. Empezó con una frase típica de conversador que tiene muy preparado su discurso, algo así como: «Es dura la vida aquí, ¿verdad?» Luego vino una minuciosa indagación en mi pasado, las razones que me habían empujado a dedicarme a lo que me dedicaba, y una valoración detenida de los efectos que mis tareas tenían en el público al que se dirigían. Me dijo que el vertedero era un vergel edénico comparado con algunos barrios de México D. E, donde la policía cobraba un alto precio si alguien solicitaba su presencia. Explícito algunas estampas que había visto en aquellos barrios a los que ni siquiera llegaba el sol, tapado por una capa grasicnta que convertía al astro en una moneda de ceniza. La muerte, allí, era una rutina. También una salvación para los afortunados que la encontraban sin haber padecido demasiado. Un día, el chiquillo que se había derrumbado la noche anterior con el rostro hundido en su trapo impregnado de activo, ya no se despertaba: lo metían en una caja de cartón, si el cura no tenía mejor cosa que hacer se acercaba a repetir lo que había dicho el día anterior en el entierro de otro gachupín, y se acabó la historia y nadie se preguntaba ¿para qué ha vivido? Por fin me preguntó, buscando con la sonrisa de sus ojos una complicidad que el espanto de lo narrado no logró suscitar: ¿no crees que podríamos hacer más por ellos? Luego matizó: no por todos ellos, claro, sino por algunos, por los mejores. Pronto me di cuenta de que mejores significaba los más bellos. Y ahí se interrumpió cediéndome el papel de entrevistador a mí. Cierto que había conseguido interesarme, por momentos me parecía una especie de líder político que en la ancha manga guarda una baraja entera para sacar la jugada que le conviene en cada momento. Ni que decir tiene que la pregunta que me obsesionaba mucho después, cuando ya me había inclinado a aceptar el mundo nuevo que Roberto me ofrecía, era: ¿por qué a mí?, ¿tan transparente era yo que un desconocido, de entre todos los que formaban el elenco de artistas que se desplazaba a diario al vertedero, pudo determinar sin temor a equivocarse que el único que estaba fuera de lugar allí era yo? Cuando supe a lo que se dedicaba aquel hombre pensé que era un criminal, o sea, que lo que hacía merecía la cárcel, el patíbulo. Eso después de considerar la posibilidad de que se estuviera inventando una profesión para hacerse el interesante. Todos hemos sido héroes y villanos en las conversaciones nocturnas de barra de bar, todos hemos contado cuentos inverosímiles, hemos escalado montañas colosales o cazado leones aprovechando la información obtenida en algún número de National Geographic consultado en la sala de espera del dentista. Yo llegué a ser incluso cabecilla de un grupo neonazi una noche que traté de encantar a una valquiria que llevaba una esvástica de plata como pendiente. Cuando Roberto me dijo que él se dedicaba a salvar vidas, a meter sus manos en el fango para rescatar una pieza de oro, resoplé. Y entonces me soltó el enérgico discurso de las aprensiones ultracatólicas que nos ensucian la sensatez y nos impiden valorar con sentido común la grandeza de un proyecto como el de la Organización para la que trabajaba.

—Que unos niños se quiebren la columna vertebral recogiendo té o se queden ciegos confeccionando zapatillas de deporte, os parece normal, indigno como mucho, pero preferible a que se prostituyan. Y que se prostituyan con una seguridad inquebrantable de que no va a haber abusos, de que se les pagará lo que valen y no una miseria, de que tendrán médicos cuando los necesiten, y podrán ahorrar en poco tiempo dinero suficiente como para dejar ese empleo si no están satisfechos, eso os espanta: todo lo que tenga que ver con el sexo os parece que está maldito.

4 comentarios

  • C. Martín marzo 5, 2008en12:02 pm

    Es exactamente como dices, empieza bien y luego se va metiendo en un callejón sin salida que resuelve como puede. Y mira que el punto de vista inicial tiene su atractivo.

  • Palimp marzo 5, 2008en8:27 pm

    Pues sí, y se desaprovecha bastante. Sobre todo es sorprendente la disonancia entre los pensamientos del protagonista y sus acciones y entorno.

  • Guillermob noviembre 15, 2008en7:10 am

    Saludos, Palimp. Mira, terminé hace casi una semana de leer esta novela de Bonilla, y pienso que te pasaste de bueno con la reseña; la verdad me pareció floja, insustancial y contaminada de pura vanidad y lugar común. De hecho he leído otras cosas de Bonilla, y me parece mejor una nouvelle suya («Yo soy yo eres yo es») o algunos de sus cuentos («El dragón de arena», «Vitíligo»). Cuesta entender «grandezas» como este Biblioteca Breve.

  • Palimp noviembre 19, 2008en12:21 pm

    Nunca soy demasiado agresivo 🙂

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