Espasa-Calpe, 1940, 1942, 1944, 1945, 1950, 1955. 168 páginas.
Auque este libro es de la colección Austral la portada original ha debido desaparecer en algún momento de los cincuenta y dos años de andanzas que lleva encima. No es raro, porque esas portadas eran -son- muy frágiles y se descascarillan con mirarlas.
El libro se compone de tres partes: misión del bibliotecario, misión de la universidad y miseria y esplendor de la traducción. En el esclavo lector fue amadrinado por una bibliotecaria que me indicó que la primera parte es lectura obligatoria en la carrera. Se trata de una conferencia con la que Ortega y Gasset inauguró el Congreso Internacional de Bibliotecarios celebrado en Madrid en 1935, y que me ha parecido un soberano tostón.
La misión de la Universidad, sin embargo, es perfectamente aplicable a nuestra época. Aunque hemos mejorado mucho desde entonces, parece que no hay manera de encontrar un sistema que se dedique a formar a las personas y a estimular la investigación. Pero como apunta el pensador, la culpa -o las virtudes- no son tanto de las instituciones como del país que las alberga.
En la última parte se reflexiona sobre el eterno problema ¿traducir o no traducir? haciendo elegantemente de abogado del diablo. Como dice uno de los escritores de una tertulia imaginaria, a veces la traducción mejora el texto. Habrá traducciones malas, que destrocen el contenido, no cabe duda, pero no todas tiene por qué ser así.
Escuchando: Una Temporada En el Infierno de los Grupos. Ciudad Jardin.
Extracto:[-]
—¡ Frecuente y sustancial! Hay un falso utopismo que es la estricta inversión del que ahora tengo a la vista; un utopismo consistente en creer que lo que el hombre desea, proyecta y se propone es, sin más, posible. Por nada siento mayor repugnancia y veo en él la causa máxima de cuantas desdichas acontecen ahora en el planeta. En el humilde asunto que ahora nos ocupa podemos apreciar el sentido opuesto de ambos utopismos. El mal utopista, lo mismo que el bueno, consideran deseable corregir la realidad natural que confina a los hombres en el recinto de lenguas diversas impidiéndoles la comunicación. El mal utopista piensa que, puesto que es deseable, es posible, y de esto no hay más que un paso hasta creer que es fácil. En tal persuasión no dará muchas vueltas a la cuestión de cómo hay que traducir, sino que sin más comenzará la faena. He aquí por qué casi todas las traducciones hechas hasta ahora son malas. El buen utopista, en cambio, piensa que puesto que sería deseable libertar a los hombres de la distancia impuesta por las lenguas, no hay probabilidad de que se pueda conseguir; por tanto, que sólo cabe lograrlo en medida aproximada. Pero esta aproximación puede ser mayor o menor…, hasta el infinito, y ello abre ante nuestro esfuerzo una actuación sin límites en que siempre cabe mejora, superación, perfeccionamiento ; en suma: «progreso». En quehaceres de esta índole consiste toda la existencia humana. Imaginen ustedes lo contrario: que se viesen condenados a no ocuparse sino en hacer lo que es posible, lo que de suyo puede lograrse. ¡Qué angustia! Sentirían ustedes su vida como vaciada de sí misma. Precisamente porque su actividad lograba lo que se proponía les parecería a ustedes no estar haciendo nada. La existencia del hombre tiene un carácter deportivo, de esfuerzo que se complace en sí mismo y no en su resultado. La historia universal nos hace ver la incesante e inagotable capacidad del hombre para inventar proyectos irrealizables. En el esfuerzo para realizarlos logra muchas cosas, crea innumerables realidades que la llamada naturaleza es incapaz de producir por sí misma. Lo único que no logra nunca el hombre es, precisamente, lo que se propone —sea dicho en su honor—. Esta nupcia de la realidad con el íncubo de lo imposible proporciona al universo los únicos aumentos de que es susceptible. Por eso importa mucho subrayar que todo —se entiende todo lo que merece la pena, todo lo que es de verdad humano— es difícil, muy difícil; tanto, que es imposible.
Como ustedes ven, no es una objeción contra el posible esplendor de la faena traductora declarar su imposibilidad. Al contrario, este carácter le presta la más sublime filiación y nos hace entrever que tiene sentido.
—Según esto —interrumpe un profesor de historia del arte— tendería usted a pensar, como yo, que la misión propia del hombre, lo que proporciona sentido a sus afanes, es llevar la contra a la naturaleza.
—Ando, en efecto, muy cerca de tal opinión, siempre que no se olvide —lo que para mí es fundamental— la anterior distinción entre los dos utopismos: el bueno y el malo. Digo esto, porque la característica esencial del buen utopista al oponerse radicalmente a la naturaleza es contar con ella y no hacerse ilusiones. El buen utopista se compromete consigo mismo a ser primero un inexorable realista. Sólo cuando está seguro de que ha visto bien, sin hacerse la menor ilusión en su más agria desnudez, la realidad, se revuelve contra ella garboso y se esfuerza en reformarla en el sentido de lo imposible, que es lo único que tiene sentido.
La actitud inversa, que es la tradicional, consiste en creer que lo deseable está ya ahí como un fruto espontáneo de la realidad. Esto nos ha cegado a limine para entender las cosas humanas. Todos, por ejemplo, deseamos que el hombre sea bueno, pero el Rousseau de ustedes que nos han hecho padecer a los demás creía que ese deseo estaba ya realizado desde luego, que el hombre era bueno de suyo o por naturaleza. Lo cual nos ha estropeado siglo y medio de historia europea que hubiera podido ser magnífica, y hemos necesitado infinitas angustias, enormes catástrofes —y las que todavía van a venir— para redescubrir la simple verdad, conocida por casi todos los siglos anteriores, según la cual el hombre, de suyo, no es sino una mala bestia.
O para volver definitivamente a nuestro tema; tan lejos está de quitar sentido a la ocupación de traducir subrayar su imposibilidad, que a nadie se le ocurre considerar absurdo el que hablemos unos con otros en nuestro materno idioma y, sin embargo, se trata también de un ejercicio utópico.
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