Cuando era un joven punkarra epataba a mis compañeros declarando mi amor por la Zarzuela y demostrándolo cantando fragmentos. Ahora que voy camino de los cincuenta sigue siendo raro, pero ya no sorprendo a nadie (lo hago estando a la última de grupillos indies). La Zarzuela, que nació con la pretensión de ser popular -y lo consiguió- hoy en día está muy denostada. Sin embargo muchos músicos y directores de orquesta ensalzan su valía. La cosa se mueve entonces entre el desprecio general, que ejemplifica esta nota al pie del libro:
Nunca me olvidaré de una reunión de junta directiva en el madrileño Círculo de Bellas Artes, en la que uno de los principales pintores españoles, muy disgustado por el, a su juicio, poco nivel de las últimas exposiciones que se habían encadenado en nuestra sala, se dirigió a mí y me dijo con vehemencia: «Pues claro que estoy indignado: tú imagínate que un día terminamos aquí haciendo… no sé… ¡zarzuela!; ¿qué te parecería?». Fue el sustantivo más despectivo que creyó encontrar.
Y el halago que funciona de epílogo a la obra y que reproduzco al final, donde José María Martín Porras, maestro de generaciones y que popularizó entre sus alumnos a compositores como Stockhausen, Nono, Xenakis o Ligeti exclama ¡Que viva Chueca!.
Este libro es una fuente de datos inagotable fruto de un estudio exhaustivo de fuentes documentales, y es casi una obra de consulta. Se centra en los años de inicio y fin que abarcan con bastante exactitud un siglo. Se ocupa, además de autores y obras, del público, teatros y hasta de la sociedad general de autores. Les dejo aquí tres reseñas donde buscar información del libro y yo paso a presentar y comentar los extractos: “EL SIGLO DE ORO DE LA ZARZUELA” DE JOSÉ LUIS TEMES SEGONS ALBERT FERRER i FLAMARICH, El siglo de la zarzuela, 1850-1950 y El Siglo de la Zarzuela
Calificación: Imprescindible para los amantes del género. Que deberían ser los amantes de la música clásica.
Antiguamente en el teatro o en las salas de música no se disfrutaba del silencio reverente que tenemos ahora:
En consonancia con lo anterior, el silencio total en la sala, que hoy nos parece lo normal y deseable durante las funciones, era excepción entonces, y muy especialmente en el siglo XIX y primeras décadas del XX. Sí es cierto que los espectáculos teatrales en España habían dejado ya de ser lugares a donde se iba con embutido y vino —comer en las localidades fue normal hasta bien entrado el siglo XIX-, pero se estaba lejos aún del silencio característico del presente. De hecho, es normal encontrar en crónicas de la época frases como: «La interpretación del tenor X fue tan admirable que el público guardó silencio para escuchar su romanza». O bien: «La expectación por el estreno era grande, y ya el preludio fue seguido en silencio por la sala». Recuérdese a este respecto que muchas veces el preludio de una zarzuela era simplemente un fragmento previo mientras los espectadores disolvían sus tertulias, terminaban de entrar en la sala y cesaban de carcajear con sus vecinos
Los pateos eran frecuentes y, a veces, de consecuencias desastrosas:
Sinesio Delgado relató que en el estreno de su obra La perla del harén (Apolo, 1910), con música de Rafael Calleja, se armó tal escándalo que el director de la orquesta, Narciso López, sufrió un ataque cardiaco, a consecuencia del cual falleció poco después.
Era costumbre hacer transcripciones de partituras de orquesta para bandas municipales, algunas exquisitas:
Julián Menéndez, clarinetista de la Banda Municipal de Madrid, realizó una transcripción histórica de La consagración de la primavera. Sabido es que Stravinski era muy contrario a la autorización de versiones alternativas a la original de cualquiera de sus obras; pero se rindió ante la excelencia de la transcripción de Menéndez, y pidió a su editorial sellar el permiso para su interpretación pública (conservado hoy sobre el original de Menéndez). Existe el testimonio oral -no documentado- de que, paralelamente, el genial ruso afirmó admirativamente (1955): «¡Me parece más difícil hacer esta transcripción que componerla obra!». Otro tanto puede decirse de Luis Oliva, profesor de la Municipal de Barcelona, y cuya transcripción de Muerte y transfiguración había dejado pasmado al propio Strauss, en uno de sus viajes a Barcelona (1925).
La picaresca sobre los derechos de autor:
En cuanto a los derechos post mórtem, se establecieron hasta los ochenta años de fallecido el autor de la obra; después, esta pasaría a dominio público, y por tanto estaría libre de derechos51. Pero como una obra lírica reclama al menos dos autores, basándonos en el antedicho concepto de «indisolubilidad», se entenderá como protegida hasta ochenta años después del fallecimiento del último superviviente del conjunto de sus autores. Quede claro en ese caso que los herederos del autor de más edad de la obra continúan también percibiendo su porcentaje autoral hasta los ochenta del fallecimiento del último en morir. Por eso, es frecuente que aunque un autor haya fallecido más de ochenta años atrás, y ya sea de dominio público en sus obras exclusivas, sus herederos aún perciban derechos de cuantas obras firmara con colaboradores que le sobrevivieran. Por este sentido previsor muy de la época, era frecuente que un autor de prestigio se asociara para firmar una obra con otro notablemente más joven que él, lo que garantizaba -previsiblemente- más años de percepción de derechos a sus descendientes. Existen hoy algunos autores que fallecieron hace más de un siglo y todavía tienen alguna obra lírica protegida
Es normal en los ensayos de Zaruzuela que las grandes figuras hagan pocas apariciones, sobre todo de la parte teatral. Esto viene desde el origen:
Francisco Asenjo Barbieri era un admirador del arte del barítono Francisco Salas, pero siempre le reprochó su voracidad económica y su poco celo durante los ensayos y funciones. En su libro de contabilidad de la compañía del Teatro de la Zarzuela correspondiente a 1858, Barbieri anota un pago mensual a Salas de 8.000 reales (¡2.000 pesetas!), junto a cuyo asiento escribe de su puño y letra: «El Sr. Salas no ha trabajado nada y se ha estado tocando los cojones».
La sorprendente vida de José Mojica, tenor metido a sacerdote:
Vida singular la de este intérprete de ópera, zarzuela y cine musical. Descubierto por Caruso, cantó en el Metropolitan y en la Ópera de Chicago, para ser luego estrella de cine en Hollywood, adorado en Norteamérica y Sudamérica. Inesperadamente ingresó en un seminario y se ordenó franciscano en 1947, aunque en los veinte años siguientes, y con los permisos de sus superiores, siguió cantando con fines benéficos. Sus apariciones públicas seguían siendo multitudinarias y sus elevados caches iban a acciones de caridad, pues él vivía en extrema pobreza. El colegio para niños huérfanos en Arequipa fue íntegramente levantado con sus ingresos. La imagen de un franciscano ídolo de la opereta y la zarzuela -y protagonista de dos películas siendo ya sacerdote, previo beneplácito del papa Pío XII- es aún recordada como irrepetible. Recomendamos la lectura de sus memorias (Yo pecador, 1958).
El origen de ‘Ay, mama Inés’ y la razón de su éxito:
Elíseo Grenet forma también parte de esta generación. Fue colaborador de Ernesto Lecuona, con quien firmó varias partituras escénicas. La de mayor popularidad, Niña Rita (1927), de la cual el tango-congo «Ay, Mamá Inés» (que catapultó a la fama a la luego mítica Rita Montaner)34 fue y sigue siendo un emblema de la música cubana. Tras decenas de éxitos, su enfrentamiento con el régimen de Gerardo Machado le obligó al exilio. Se estableció en Gijón (Asturias) y luego en Madrid. Para su imbricación en la lírica española eligió reponer La virgen morena (1928), que se presentó en 1932 en el Teatro Nuevo de Barcelona, al año siguiente en el Fuencarral de Madrid y luego en el Apolo de Valencia, sumando cientos de representaciones. Con su música inconfundible y su propio combo de estilo jazzistico, se afincó luego en París y Londres, desde donde dio el salto a Nueva York. Pudo regresar a La Habana, donde falleció en la cúspide de su popularidad.
34 Ernesto Lecuona testimonió tiempo después que este número abría la obra original, pero que pasaba sin pena ni gloria, para desencanto de los autores y de la propia Rita. El autor llegó a la conclusión de que simplemente estaba mal «ubicado» en el contexto de la obra, y lo pospuso al quinto cuadro. Desde el mismo día en que se hizo el cambio, se produjo el delirio entre los espectadores, con inacabables repeticiones. (¡Misterios del teatro lírico!)
Los orígenes de la reproducción de la música: las pianolas:
El boom de las pianolas domésticas y de locales públicos creó una situación legal insólita hasta entonces, ante el vacío de normativa que planteaba sobre los derechos de autor. La primera reacción de la Sociedad de Autores Españoles y de los editores de las partituras fue de pavor. Después, tuvieron que sentarse todos a negociar sus respectivos intereses, lo que no resultó nada fácil (como no lo ha sido cualquier novedad tecnológica que se haya instalado sobre un vacío legal).
Inicialmente, máxima desconfianza y recelo -cuando no indigna en pie de guerra- por entender que cada nuevo sistema es incontrolable y lesivo para los autores; y en un segundo momento, seguridad de que nuevo sistema no solo no será agresivo, sino que redundará en beneficio los creadores, incluso en sus ingresos económicos. En años sucesivos el cine, la televisión, los soportes digitales o internet.
La SGAE estuvo cobrando, durante la guerra cívil, el canon en ambos bandos:
Pero si existe un dato que ejemplifique esta habilidad de la SGAE para nadar en las más diversas aguas de los sucesivos paisajes sociopolíticos de España, es sin duda el de haber sido una de las poquísimas entidades que, estallada la guerra de 1936, funcionaron indistintamente en ambos bandos y mantuvieron cuatro sedes simultaneas -Madrid, Barcelona, Valencia y La Coruña-, que recaudaban sus derechos con cierta normalidad. En el momento de la sublevación militar de julio de 1936, el presidente de la SGAE, Eduardo Marquina, estaba de viaje en América y no pudo volver hasta mucho después.
Las oficinas centrales de la SGAE fueron incautadas por los sindicatos republicanos y se forzó la designación de un delegado general, mientras duraba la situación, en la figura del compositor Tomás Barrera; pero este falleció poco después, en 1938. En su sustitución se nombró a Pablo Luna, que tampoco pudo ejercer una labor real. Este panorama condicionó una SGAE muy fraccionada durante la guerra, pero operativa en ambos bandos, como hemos adelantado, dentro de las obvias limitaciones. Sí es cierto que se recrudeció la eterna polémica de si cobrar o no derechos en la infinidad de funciones benéficas que se celebraban para recaudar fondos para hospitales, heridos, reconstrucciones, etc.
Los niños iban a funciones subidas de tono:
Sí hay una referencia muy curiosa a los muchos niños que iban con sus familias a presenciar el éxito histórico de Las leandras (Teatro Pavón, Madrid, 1931). En sus memorias, en efecto, Celia Gámez confiesa su sorpresa por la cantidad de niños que acudían a verla, siendo esta una obra muy «subida de tono» para la época. Quizá, piensa la mítica cantante, los niños se reían mucho con la apariencia ingenua de los chistes, sin reparar en el doble sentido de casi todos ellos. Por cierto, que la Gámez confiesa que era tal su candidez juvenil que tampoco ella se enteró de la picardía de muchas frases y metáforas hasta que poco a poco los autores y compañeras se las fueron explicando, ante su sorpresa y carcajadas.
El origen de la expresión trancazo:
Los empresarios necesitaban dar el mayor número posible de funciones, pues los días de ensayos no había ningún ingreso. Cualquier periodo de suspensión suponía un grave revés para las economías teatrales. Casos especialmente penosos fueron algunos tiempos en que, por epidemias o enfermedades contagiosas —principalmente la gripe, a veces mortal en una época sin antibióticos-, las autoridades sanitarias decretaban el cierre inmediato de los teatros —el temido «trancazo»—, con prohibición de toda actividad hasta nueva orden.
Un canon de la zarzuela con 100 obras imprescindibles. En mi discoteca tengo apenas un 60% y algunas no he sido capaz de encontrarlas en ninguna grabación:
1849: Colegialas y soldados (Hernando)
El duende (Hernando)
1851: Jugar con fuego (Barbieri)
1852: El valle de Andorra (Gaztambide)
1853: El dominó azul (Arrieta)
El grumete (Arrieta)
1854: Los diamantes de la corona (Barbieri)
1855: Los dos ciegos (Barbieri)
Marina (Arrieta)
Mis dos mujeres (Barbieri)
1857: Los magyares (Gaztambide)
1858: El juramento (Gaztambide)
1860: Una vieja (Gaztambide)
1864: Pan y toros (Barbieri)
1870: El molinero de Subiza (Oudrid)
1874: El barberillo de Lavapiés (Barbieri)
1876: Chorizos y Polacos (Barbieri)
1877: Los sobrinos del capitán Grant (F. Caballero)
1878: El anillo de hierro (Marqués)
1880: Música clásica (Chapí)
1882: La tempestad (Chapí)
1883: De Getafe al paraíso (Barbieri)
San Franco de Sena (Arrieta)
1884: El reloj de Lucerna (Marqués)
1886: Cádiz (Chueca y Valverde)
La Gran Vía (Chueca y Valverde)
1887: La bruja (Chapí)
Chateau Margaux (F. Caballero)
1889: El año pasado por agua (Chueca y Valverde)
De Madrid a París (Chueca y Valverde)
1890: El chaleco blanco (Chueca)
El arca de Noé (Chueca)
1891: El rey que rabió (Chapí)
1893: El dúo de «La africana» (F. Caballero)
1894: La verbena de la Paloma (Bretón)
El tambor de granaderos (Chapí)
1896: El baile de Luis Alonso (Giménez)
1897: La boda de Luis Alonso (Giménez)
Agua, azucarillos y aguardiente (Chueca)
La Revoltosa (Chapí)
La viejecita (F. Caballero)
1898: Curro Vargas (Chapí)
Gigantes y cabezudos (F. Caballero)
El santo de la Isidra (L. Torregrosa)
1899: Don Lucas del cigarral (Vives)
1900: La alegría de la huerta (Chueca)
La Tempranica (Giménez)
1901: Enseñanza libre (Giménez)
Doloretes (Vives y Quislant)
El bateo (Chueca)
1902: La venta de don Quijote (Chapí)
1904: Bohemios (Vives)
El pobre Valbuena (L. Torregrosa y Valverde Sanjuán)
El húsar de la guardia (Vives y Giménez)
1905: Moros y cristianos (Serrano)
1907: La patria chica (Chapí)
Alma de Dios (Serrano)
1909: La alegría del batallón (Serrano)
1910: La corte de Faraón (Lleó)
Molinos de viento (Luna)
El trust de los tenorios (Serrano)
1913: Los cadetes de la reina (Luna)
1914: Maruxa (Vives)
El amigo Melquíades (Serrano y Valverde Sanjuán)
1916: El asombro de Damasco (Luna)
1918: La canción del olvido (Serrano)
El niño judío (Luna)
1919: Las corsarias (Alonso)
1922: La montería (Guerrero)
1923: Doña Francisquita (Vives)
Los gavilanes (Guerrero)
1924: La leyenda del beso (Soutullo y Vert)
1925: La calesera (Alonso)
Curro el de Lora (Alonso)
1926: El caserío (Guridi)
El huésped del sevillano (Guerrero)
Canga d’amor i de guerra (Martínez Valls)
1927: La del Soto del Parral (Soutullo y Vert)
Los de Aragón (Serrano)
1928: La parranda (Alonso)
La picara molinera (Luna)
1929: Los claveles (Serrano)
1930: La Dolorosa (Serrano)
La rosa del azafrán (Guerrero)
El cantar del arriero (Díaz Giles)
María la O (Lecuona)
1931: Las leandras (Alonso)
Katiuska (Sorozábal)
1932: Don Gil de Alcalá (Penella)
Luisa Fernanda (Moreno Torroba)
Cecilia Valdés (Roig)
1933: Adiós a la bohemia (Sorozábal)
1934: La chulapona (Moreno Torroba)
La del manojo de rosas (Sorozábal)
1936: La tabernera del puerto (Sorozábal)
1942: Black, el payaso (Sorozábal)
Doña Mariquita de mi corazón (Alonso)
1943: Don Manolito (Sorozábal)
1944: ¡Cinco minutos nada menos! (Guerrero)
1945: La eterna canción (Sorozábal)
CODA. ¡Pues que viva Chueca!
Antes de finalizar nuestro recorrido, me permitirá el lector una pequeña confesión, a modo de coda. Y es que daba yo vueltas estos días a la posibilidad de cerrar este libro con un epílogo sobre el valor de los géneros ligeros y desenfadados en el contexto de la historia del arte, pese a que tantas veces sobrevaloremos lo serio y lo dramático solo por el hecho de serlo. Quería reflexionar sobre cómo, en la cultura, tan imprescindible es lo que por su complejidad nos abre nuevas fronteras al conocimiento como lo que nos enamora por su sencillez. El entusiasmo por el reto intelectual es compatible con el placer de disfrutar de lo espontáneo. Evidentemente, ello viene a cuento sobre la deliberada ingenuidad de la zarzuela como fuente de placer artístico, imprescindible como contrapeso a las obras de mayor envergadura, sin duda igualmente imprescindibles.
Pero no estaba muy seguro de la conveniencia de epilogar este ya largo libro sobre el Siglo de la Zarzuela con un nuevo capítulo de reflexión estética. Además, en el prólogo había anunciado al lector que este no iba a ser un libro «opinante» ni de crítica artística…
Estando en estas dudas, una llamada de un antiguo condiscípulo de tiempos del conservatorio de Madrid me recordó algo en lo que no había yo reparado: que al día siguiente nuestro querido maestro José María Martín Porras cumplía nada menos que noventa años. Para toda mi generación, Martín Porras fue no solo un insustituible profesor de percusión -junto con Enrique Llácer, todo un modelo, pero por razones distintas-, sino la mano amiga e inquieta que nos abrió la puerta a lo que se estaba haciendo en aquel momento (hablo de 1970, más o menos) en la música contemporánea internacional; de hecho, de aquella aula salieron no solo algunos de los percusionistas más brillantes de la generación siguiente, sino varios profesionales de otras especialidades; y entre ellos, tres directores de orquesta habituales de la música contemporánea: Arturo Tamayo, José Ramón Encinar y quien esto escribe.
De su voz supimos quiénes eran Stockhausen, Nono, Xenakis o Ligeti; con él nos acercamos a El martillo sin dueño, y con sus discos particulares escuchamos por vez primera Stimmung en nuestra aula. Nos regalaba, además, entradas para los conciertos de Alea, con los que Luis de Pablo daba un ejemplo de altura intelectual, y en los que él tocaba las partes más complejas de percusión con una naturalidad que nos pasmaba. Hay que decir, empero, que inicialmente no todos sus alumnos estábamos tan convencidos
de la excelencia de aquellos autores y aquellas músicas que él amaba; pero si él lanzaba vivas a Messiaen, para nosotros ese era ya un nuevo norte a seguir (bien es verdad que, invariablemente, él siempre asentaba el siglo XX sobre cinco pilares: Stravinski, Bartók, Hindemith, Orff y Britten; una selección tan respetable como curiosa).
Pues bien, al día siguiente llamé a «don José» para felicitarle por ese título honorífico que supone llegar a nonagenario, y especialmente si se alcanza con esa lucidez que él sigue manteniendo (y que pronto me iba a exhibir). Charlamos sobre un poco de todo, recordamos mil anécdotas y, claro está, hablamos de música contemporánea. Por millonésima vez le agradecí todo lo que hizo por mí —por nosotros— y, aun a riesgo de ser reiterativo, le recordé cómo en aquel momento cultural de España no era fácil encontrar mentes tan avanzadas como la suya.
Pero don José interrumpió mi parlamento para responderme lo que yo menos podía esperar de aquella mente honesta, progresista e inquieta: -Bueno, pues como ya tengo noventa años, ¿sabes qué es lo que te digo ahora, después de todo aquello…?
-¡Pues que viva Chueca! -Me cogió con el pie cambiado, pero solté una carcajada-.
-¡Sí, sí, José Luis, tú ríete, pero yo hablo en serio: ¡que viva Chueca! ¡Y sé muy bien lo que digo!.
Don José seguía siendo mi maestro. Y me había solucionado, con su clarividencia de siempre, mi dilema sobre este epílogo.
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