Anagrama, 2001. 206 páginas.
Tit. Or. Ask the dust. Trad. Antonio-Prometeo Moya.
Dice Bukowsky en el prólogo que este libro le ha influído mucho, y es verdad, se nota. Arturo Bandini es un Bukowsky naif igual de desventurado con menos alcohol y sexo pero idénticos problemas con las mujeres. Escritores principiantes y hambrientos sin lugar en el mundo.
Parece mentira que fuera escrito en 1939. Lo he dicho dos veces, no importa decirlo tres: es totalmente moderno. Incluyendo la referencia a la drogadicción, que aunque me parece exagerado tanto drama por la marihuana, se adelanta 30 años al boom de las descripciones del infierno del adicto.
Ahora que lo he descubierto no puedo parar de leerlo.
De pronto me sentí agotado. Las olas pequeñas me pasaban por encima. Tragué agua, empecé a hundirme. Recé, gruñí, me debatí en el agua, aunque sabía que no tenía que hacerlo. El mar estaba en calma en aquel punto. Muy lejos, en la orilla, oía el estampido de las olas contra los rompientes. La llamé, esperé, volví a llamarla. Ninguna respuesta aparte del rumor de mi braceo y el murmullo de las cabrillas. Me ocurrió algo entonces en la pierna derecha, en los dedos del pie. Estaban paralizados. Cuando agité la pierna, el dolor me subió hasta el muslo. No quería morir. ¡Dios mío, no me lleves ahora! Presa del frenesí, comencé a nadar hacia la orilla.
Volví a encontrarme en la zona de olas grandes, cada vez las oía rugir con más fuerza. Pero me parecía demasiado tarde. No podía seguir nadando, tenía los brazos muertos, la pierna derecha me dolía muchísimo. Lo único que importaba era respirar. La corriente subacuática me empujaba, me zarandeaba, me arrastraba. De modo que así había muerto Camila y así iba a morir Arturo Bandini: no obstante, incluso en aquellos momentos lo estaba escribiendo todo, lo veía escrito en un folio puesto en una máquina de escribir, y mientras lo escribía me dejaba arrastrar por la arena áspera, o sea que estaba convencido de no vivir para contarlo. De pronto me vi con el agua hasta la cintura, cojo y demasiado lejos para hacer nada, bregando con la mente en blanco, con desesperación, tratando de tomar nota de todo, preocupado por el exceso de adjetivos. La ola si-
guiente me hundió una vez más, me arrastró hasta donde el agua cubría treinta centímetros, y con manos y rodillas salí reptando de aquel agua que cubría treinta centímetros, al tiempo que me preguntaba si de todo aquello me saldría por lo menos un poema. Pensé en Camila, rompí en sollozos y advertí que mis lágrimas eran más saladas que el agua del mar. Pero no podía quedarme quieto, tenía que encontrar ayuda donde fuera, me puse en pie y avancé dando traspiés hasta el coche. Tenía mucho frío y los dientes me castañeteaban.
Me volví para mirar el mar. A menos de cincuenta metros, Camila avanzaba hacia la orilla con el agua hasta la cintura. Se reía, se ahogaba a causa de la risa, a causa de la broma colosal que me había gastado, y cuando vi que se zambullía ante una ola con la elegancia y perfección de las focas, pensé que la cosa no tenía gracia, ninguna gracia en absoluto. Eché a andar hacia ella, sentía que recuperaba las fuerzas a cada paso que daba, y cuando llegué a su altura, la alcé en brazos sin pensármelo dos veces, me la puse sobre el hombro y no me importó que gritase, ni que me arañase el cuero cabelludo y me tirase del pelo con las manos. La levanté hasta donde mis brazos dieron de sí y la arrojé a un charco de poca profundidad. Aterrizó con un impacto sordo que la dejó sin respiración. Salí del charco, le así el pelo con las dos manos y le hundí la cara y la boca en la arena mojada. Allí la dejé, arrastrándose a cuatro patas, llorando y quejándose, mientras yo volvía al coche. Me había comentado que llevaba unas mantas en el asiento abatible. Las cogí, me abrigué hasta el cuello y me tendí en la arena cálida.
Un instante después la vi avanzar por la arena sólida, donde me encontró envuelto en las mantas. Se detuvo ante mí limpia y chorreante, exhibiéndose, orgullosa de su desnudez, dando vueltas sin parar.
—¿Todavía te gusto?
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