Anagrama, 2008. 158 páginas.
Tit. Or. Full of life. Trad. Antonio-Prometeo Moya.
Me lo decían mis amigos, gente de confianza. Lee a Fante. Me lo decía también Bukowsky, el viejo granuja. Yo no hacía caso ¡tonto de mí! Hasta ahora. Un libro fresco, divertido, tierno. Y tan moderno que algunos de sus recursos estilísticos los he leído en obras escritas cincuenta años después y siguen funcionando. He reído. He llorado. Con frecuencia al mismo tiempo. En resumen, me he enamorado. Esta mañana se me ha pasado la estación de metro, absorto en su lectura. En estas ocasiones es agradable decir a los amigos: teníais razón. El mundo es mejor después de leer a John Fante.
-No mucho. Unos centavos.
Subió al vehículo y le expliqué que el importe dependía del taxímetro. Di mi dirección al taxista y éste subió la bandera que ponía el taxímetro en marcha. Nos alejamos de la estación. El taxímetro indicaba la tarifa mínima.
—Sólo veinte centavos —dijo mi padre sonriendo. Se retrepó con aire de satisfacción. Subimos por Aliso hasta el cruce con Los Angeles Street, el primer semáforo. Se oyó un leve chasquido y el taxímetro marcó treinta centavos. -¿Qué pasa?
—Tómatelo con calma, papá. Nos faltan más de diez kilómetros para llegar. No subirá mucho.
Se inclinó hacia delante. Las calles llenas de gente no le interesaban. Lo único que atraía su atención era el taxímetro. Llegamos a Main Street. Le señalé el imponente edificio del ayuntamiento. El taxímetro dio otro chasquido. -Ya son cuarenta centavos -dijo. Entramos en Spring Street, a poca distancia de la zona histórica que llaman «la Plaza» y del barrio chino. No hacía muchos años había vagabundeado por aquellas calles, solo y sin un centavo. Dormía en la Sunshine Mission y fumaba las colillas que encontraba en los ceniceros de arena que hay a la puerta de los ascensores. Fue una época en que no tenía ni calcetines. De joven había sido ayudante de camarero en Simon’s, en Hill Street, sacaba los cubos de la basura y limpiaba las barandillas y apoyapiés de bronce. Hacía mucho que aquella época había perdido su encanto. Me alegraba de estar lejos de los hoteles baratos de Temple Street, del café de dos centavos, de asearme en lavabos públicos, con agua fría y hojas de afeitar viejas. Había habido días, mientras circulaba por aquellas calles, en que un solo dólar en el bolsillo significaba aflojar temporalmente el ansia de vivir, relajar el paso, tomárselo con calma du-
rante veinticuatro horas. Cruzamos Pershing Square. El taxímetro dio otro chasquido. Mi padre se enjugó la cara con un amplio pañuelo azul.
—Ya marca setenta centavos. Bajemos.
Al otro lado de Pershing Square estaba el cine abierto toda la noche donde, por los diez centavos de la entrada, dormía hasta las cinco. A esa hora nos echaban a puntapiés. Yo siempre buscaba las salidas de incendios; los paletos salían con ojos soñolientos por la puerta principal y caían en manos de la poli, que los despachaba a la cárcel de Lincoln Heights, acusados de vagancia. También a mí me había ocurrido en cierta ocasión, y podía volver a ocurrir-me si no trabajaba duro, si no seguía el consejo de mi padre sobre el ahorro. El taxi subió por Seventh Street, el taxímetro emitía chasquidos de vez en cuando y, conforme aumentaba el importe, crecía el pánico de mi padre.
Acabó contagiándome y también yo empecé a fijarme en el taxímetro, asustado y hechizado. Cuando doblamos por Wilshire Boulevard marcaba cerca de dos dólares y yo estaba ya tan sudoroso como mi padre. Tenía cien dólares en la billetera, pero estaba pensando en los viejos tiempos, en la apremiante necesidad de economizar ahora que el niño estaba al caer, en la irreparable pérdida de los centavos mal empleados. Cuando el taxímetro marcó dos dólares, mi padre lanzó un gemido de dolor y movió la cabeza.
—¿Falta mucho?
—Dos o tres kilómetros.
Faltaba mucho más. Yo había recorrido en taxi aquel trayecto y el viaje costaba cinco dólares, aproximadamente, y en aquellos momentos me pareció una cantidad astronómica, demasiado elevada para un sujeto como yo. Recorrimos unas cuantas manzanas y ya no pude más. Golpeé el vidrio de separación.
Mi labor no había concluido todavía. Por la mañana querría ver la historia. Fui a mi cuarto y abrí el estuche de la máquina portátil. Puse la fecha y escribí, como si fuera una carta:
Querido hijo que vas a nacer:
Esta noche tu abuelo me ha contado la historia del tío Mingo y los bandoleros. El tío Mingo fue tu tío bisabuelo. Y escribo esta historia porque tu abuelo quiere que se guarde para el día en que sepas leer y tal vez apreciarla…
Supuse que en veinte minutos estaría lista. De aquel caos de anécdotas disparatadas tenía que salir algo coherente. Y salió, al menos el clima. A las cuatro de la mañana, con la lengua ardiendo de tanto tabaco, aún le daba vueltas. Al diablo con el crío; iba a colocar aquello en el Satur-day Evening Post. Había oído roncar a mi padre toda la noche. Lo oía levantarse, gruñir y dirigirse al cuarto de baño. Se producía una conmoción en el pasillo, rumor de muchos pies. Si no era mi padre quien acaparaba el baño en ese instante, era Joyce. Los susodichos se habían paseado toda la noche entre el respectivo dormitorio y el cuarto de baño. En cierto momento oí un correteo en el pasillo. Era Joyce, que esperaba su turno. Mi padre salía con sus calzoncillos largos. Se miraban, se sonreían con complicidad de sonámbulos y seguían su camino.
Bajé a las doce del día siguiente. Lo llevaba bajo el brazo, veinte excelentes páginas sobre un bandolero italiano, un héroe de pelo rojo. Vi a mi padre en el comedor. Había extendido un papel de dibujo en la mesa y trabajaba con mucha atención con un lápiz y una regla.
—Aquí está, papá. La historia del tío Mingo.
La puse encima del papel de dibujo. Recogió las cuartillas y me las devolvió.
-Guárdala para el chico.
—¿No quieres leerla?
-¿Para qué quiero leerla? Por Dios, muchacho. La he vivido.
Un comentario
Lo tengo pendiente, a Fante, le encanta a Julia y yo aún no he leído nada.
Que te guste es una razón más.
Quiero una vida extra para leer.