Elisabetta parte un fresón rojo sangre y lo frota discretamente sobre esas dos esferas rosadas que apenas acaba de ver en el espejo y cuya imagen, la rosada antes, y la frambuesa, segundos después, han causado un calor inesperado en el centro de su joven vagina.

Sigue ese ritual cada tarde, a la hora acordada de antemano, sin necesidad de ser confirmada; no hay dudas, no hay otras obligaciones, no hay interrupciones. D’Angelo no faltará a su cita. Y ella lo espera, ardiendo sus mejillas, su pulso acelerado.

Estos encuentros han despertado en Elisabetta, más que un deseo hacia su amante o hacia cualquier otro hombre, hacia sí misma.

Observa sus pechos perfectamente redondos. Media esfera sobre el corsé, otra media esfera suave e hinchada, pintada ahora frambuesa. Y desea comerla, lamerla, sentir ese volumen, ese peso, ese tacto tierno de un pecho lleno, palpitante de delirio.

Pero no puede demorarse. Al tiempo que colorea sus pezones, se arremanga la falda, se baja las medias, todo ello muy deprisa, para estar al punto, jugosa y madura, al abrir D’Angelo la puerta.

Deja caer su vagina abierta sobre las frías manzanas recién cortadas y la frota de izquierda a derecha un par de veces. Se incorpora