Jeff Vandermeer. Borne.

octubre 14, 2024

Jeff Vandermeer, Borne
Hidra, 2017. 404 páginas.
Tit. or. Borne. Trad. Jaime Valero Martínez.

En un mundo en descomposición, donde un extraño monstruo parecido a un oso es una amenaza constante y todo tipo de seres extraños como salidos de una pesadilla pululan por el ambiente, Rachel descubre una especie de planta que lleva a su guarida. Le pone de nombre Borne y resultará ser mucho más de lo que se imaginaba.

Vandermeer confirma en esta novela su capacidad para crear mundos totalmente alucinantes pero consistentes. Fauna y flora de un ambiente más allá de lo postapocalíptico, un ecosistema totalmente extravagante donde la trama es lo secundario, aunque esconda giros de guión bastante inteligentes.

En la contraportada anuncian adaptación a película pero no parece que haya llegado a buen puerto, y es una pena, porque con unos buenos efectos especiales tiene que ser algo digno de verse.

Bueno.

No hay otra manera de decirlo: Wick, mi pareja y amante, era un traficante de drogas, y la droga que distribuía era tan terrible y tan hermosa, tan triste y tan dulce, como la vida misma. Los escarabajos que Wick modificaba, o que fabricaba a partir de los materiales que había robado de la Compañía, no solo te enseñaban cosas cuando te los metías en el oído; también podían librarte de tus recuerdos y añadir otros nuevos. La gente que no podía soportar el presente se los metía en los oídos para poder experimentar los recuerdos felices de otra persona, recuerdos de una época y de un lugar que ya habían dejado de existir.
Esa droga fue lo primero que me ofreció Wick cuando lo conocí, y lo primero que rechacé, presintiendo en ello una trampa, por mucho que pareciera una vía de escape. Tras la explosión de menta o lima que conllevaba meterse el escarabajo en el oído, se formaban imágenes maravillosas de lugares que yo esperaba que no existieran. Sería demasiado cruel pensar que un santuario así pudiera existir. Una idea como esa podía volverte imbécil, imprudente.
El gesto de aflicción que se dibujó en el rostro de Wick, al percibir mi aversión hacia esa posibilidad, fue lo que me instó a quedarme, a seguir hablando con él. Ojalá hubiera conocido entonces el motivo de su malestar, y no tanto tiempo después.
Dejé la anémona marina sobre la mesa desvencijada que se extendía entre nuestras sillas. Estábamos sentados en una de las deterioradas balconadas que asomaban de la escarpada pared de roca, las mismas que me habían inspirado para bautizar a nuestro refugio como los Palcos del Acantilado. El nombre original del lugar, inscrito en la placa oxidada del vestíbulo subterráneo, resultaba ilegible.
Por detrás se extendía la madriguera en la que vivíamos, y por delante de nosotros, mucho más abajo, ocultas por la barrera protectora que había fabricado Wick para protegernos de miradas indeseadas, fluían las aguas del río venenoso que circundaba la mayor parte de la ciudad. Un potaje de metales pesados, aceite y deshechos que generaba una niebla tóxica, el recordatorio de que probablemente acabaremos muriendo de cáncer o algo peor. Al otro lado del río se extendía un páramo cubierto de maleza. Nada bueno ni cabal emergía de allí, aunque rara vez aparecía alguien por ese horizonte.
Yo vine de allí.
—¿Qué es esta cosa? —preguntó Wick, mientras examinaba detenidamente lo que le había traído.
La cosa en cuestión palpitaba, tan inofensiva y funcional como una lámpara. Aunque uno de los espantosos motivos por los que la Compañía visitaba la ciudad en el pasado era para probar sus biotecs en las calles. La ciudad convertida en un laboratorio inmenso, ahora medio destruido, igual que la Compañía.
Wick esbozó una sonrisa acorde con un hombre tan delgado, que más bien pareció una mueca. Con un brazo apoyado sobre la mesa y la pierna izquierda cruzada sobre la derecha, ataviado con unos pantalones de lino holgados que había encontrado la semana anterior y con una camisa de vestir blanca que se había puesto tantas veces que se estaba amarilleando, Wick parecía tranquilo. Pero yo sabía que era una pose, adoptada tanto por el bien de la ciudad como por el mío. Tenía rasguños en los pantalones. Agujeros en la camisa. Detalles que intentabas ignorar y que contaban una historia más rigurosa.
—¿Qué es lo que no es? Esa es la primera cuestión —dijo.
—¿Y qué es lo que no es?

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