Planeta, 2014. 428 páginas.
Tit. or. Acceptance. Trad. Maia Figueroa Evans.
Cierre de la trilogía con historias que se entrecruzan en el tiempo. Control y la bióloga han entrado en el área X a través de una nueva entrada submarina y viajarán a la isla donde encontrarán nuevas sorpresas. Conoceremos la historia del farero y su relación con Gloria, la niña que se convertiría en la directora de Southern Reach. Y todo tendrá su final.
Excelente cierre a la trilogía. Es difícil hablar del libro sin destripar la trama, aunque alguna cosa se puede decir. Este fragmento de conversación:
Un poco avergonzado, Saul dijo:
—Ese pez tiene miedo de ti.
—¿Qué? Es que no me conoce. Si me conociera, me estrecharía la mano.
—No creo que pudieras convencer a un pez de algo así y, sin embargo, podrías hacerle daño de mil maneras, y sin querer.
Viendo esos ojos fijos de color azul oscuro con las franjas doradas —la oscura pupila vertical—, esa le pareció una verdad fundamental.
Creo que es la clave de la relación del área X con su entorno.
Ahora bien, podemos ir un poco más allá. Si tenemos en cuenta las transformaciones que provoca el área, la enfermedad de la directora, el título del libro (última fase de los sietes pasos del duelo) e incluso la carta final la metáfora parece obvia.
Porque no hacen falta extraterrestres o áreas misteriosas para chocarnos con situaciones inexplicables, transformadoras, aterradoras, sin ningún sentido, que le dan la vuelta a nuestra vida y nos dejan tiritando de miedo en un rincón, con apenas cuatro frases para enfrentarnos a la oscuridad. Ese abismo que no solo nos devuelve la mirada sino que nos persigue en sueños.
Muy bueno.
Los detalles más mundanos le resultaban trascendentales. La lombriz de ceniza blanca y gris que caía caprichosamente desde el cenicero de la mesa de al lado, los copos de ceniza revoloteando como alas de mariposa a merced del humo, y el puntito rojo enterrado en la colilla, que le enviaba una señal intermitente. Junto a la ceniza, el manchurrón de una vieja huella dactilar grasienta, inmortalizada por la porquería acumulada en el cenicero tras cientos de sacrificios de cigarrillos. Un poco más allá se hallaba el intento de grabar algo sobre la mesa, pero se había quedado en una jota y una a.
La música del piano se volvió discordante o quizá él estuviera oyendo mejor, o peor. Contemplaba la escena sentado en el taburete, apoyado contra la pared y con una cerveza en la mano. Se fijó en que las voces de la gente se volvían indistintas, como si se estuvieran mezclando, y en el repiqueteo que notaba debajo de la piel, el repiqueteo, el hormigueo, y un pitido en los oídos. Tenía la impresión de que algo venía hacia él desde una distancia enorme: hacia él, hacia su interior. Tenía la garganta seca, como si hubiera masticado tiza, y la cerveza le sabía mal. La posó en la mesa y miró a su alrededor.
Jim el Viejo no podía parar de tocar el piano, a pesar de que lo hacía muy mal. Aporreaba las teclas con demasiada fuerza y, cuando empezó a cantar a voz en grito, Saul se dio cuenta de que las estaba manchando de sangre roja. No conocía la canción que estaba berreando y la letra era incomprensible. El resto de los músicos, la mayoría sentados alrededor de Jim, dejaron que los instrumentos se les cayeran de las manos y se miraron entre sí como pasmados por algo. ¿Qué los había dejado tan atónitos? Sadi lloraba y Brad estaba diciendo: «¿Por qué has hecho eso? ¿Por qué coño has hecho eso?». Pero la voz de Brad salía del cuerpo de Sadi y a él le salía sangre del oído izquierdo y la gente estaba desplomada sobre la barra… ¿Estaban así un momento antes? ¿Estaban borrachos o muertos?
Jim el Viejo se puso en pie de repente y siguió tocando. Sus chillidos, la canción que vociferaba dando alaridos, iba in crescendo y los gritos estaban alcanzando cotas caóticas, y los dedos se le iban cayendo falange a falange y de las teclas caían chorros de sangre que le salpicaban las piernas.
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