Leí muy buenas reseñas de este libro en su momento y quería leerlo, el siguiente también tuvo buenas reseñas y me lo leí: me gustó tanto que salí corriendo a por este.
Se puede decir que el autor recuerda su niñez y nos va contando sus anécdotas, junto con diversas reflexiones acerca de lo divino y lo humano, pero eso sería quedarse muy corto. Para empezar, bien escrito (y repito que esto es menos frecuente que lo que parece). Para acabar, cada dos páginas hay algo para subrayar y, en la época en la que vivimos, tuitear o poner en el feisbuk. En el extracto les pongo unas cuantas, pero hay muchas más.
Algunas cosas que me han llamado la atención: como una breve diferencia de cuatro años (los que me llevo con el autor) hacen que nuestros referentes televisivos sean completamente distintos. Otra, que abunda en el otro libro, la infancia en un extrarradio de una gran ciudad no se parece en nada, a igual situación socioeconómica, a la de una ciudad pequeña.
Otras reseñas aquí: Los príncipes valientes y Los príncipes valientes, Javier Pérez Andújar . Pero no hace falta, vayan a leerlo ya y se ahorran leer más recomendaciones.
Calificación: Muy bueno.
Extracto:
De toda la vida, preferiré ser amigo o compañero del protagonista antes que protagonista. Por decirlo con un ejemplo del Oeste, voy a ser de siempre más del Trampas que del Virginiano, porque quizás he visto que hay más literatura y más poesía en un Cid de Castilla que en un rey de Castilla. Nuestra escuela es una escuela de personajes secundarios, de maestros y alumnos secundarios, de vasallos más que de señores, de pajecillos y de ex boxeadores que guardan las puertas de las salas de alterne, y es también una escuela de sargentos sin furia venidos del desierto africano.
sHa llegado a casa dibujado, tebeizado en fascículos y, en el primer fascículo, lo que se ve pintado es a don Quijote viejo y muy flaco que se pelea a espadazos con sus fantasmas. Es un Quijote muy bien caricaturizado, que ha sabido captar lo que tienen de sutil caricatura los personajes del libro. Desde antes que este Quijote en tebeos, y desde antes que uno mismo, hay en nuestra casa otro Quijote en un volumen, de tapas verdes y surcadas, y que es el Quijote que va a leerme mi madre en voz alta, y en el que va a enseñarme a mí a leer con el apremio de quien cree en la cultura como medio de progreso y de prosperidad. Lee los capítulos del Quijote con voz de mujer de pueblo, y también con voz de niña que ha ido a la escuela republicana, y que luego se la han quitado. Mi madre lee el Quijote con la voz de los personajes del Quijote, que es la voz de la gente que conversa con quien le sale al paso en un camino o en un trayecto de autobús, y lo lee también con voz ligera de molino de viento, y con voz pausada de muía con manta, y con voz de queso y carne magra de quien ha pasado mucha hambre de pan, queso y carne, y asimismo con la voz llena de las claras ondas del viento del pueblo que avanza peinando lomas y barrancos, y con voz de azada que tropieza con los terrones y que tropieza con los renglones de cada párrafo, y con voz de serón viajero de quien se ha visto obligado a abandonar para siempre el sitio donde vive, y con voz digna y rústica de albarda, y cuando sale la palabra albarda en el Quijote.
Ya he leído en esos días la adaptación en viñetas de La vuelta al mundo en ochenta días dibujada por Torregrosa, que hizo, también en las Joyas Literarias Juveniles, la trilogía de Verne formada por Los hijos del capitán Grant, Veinte mil leguas de viaje submarino y La isla misteriosa, y de esta manera subordinada, sin haber conocido todavía a Julio Verne en sus libros, estoy convencido de que ser escritor es ser un Julio Verne, quizá porque he intuido que un^ escritor de raza está por encima de sus libros, que a un escritor cuando cuaja ya no le son necesarios los libros, porque su obra se vuelve invulnerable y se escapa de ellos, y se va metamorfoseando en tebeos, en películas, en sellos, en plumieres de escolares, en escenas publicitarias o domésticas, en nombres de restaurantes y de bares, en cultura popular, en lo que sabe la gente sin necesidad de saber demasiado. Uno, que como los gitanos anda persuadido de que las razas no son más que una humareda perdida, va a preferir la raza de los escritores a las razas humanas.
Mi madre me pondrá en conocimiento, por ejemplo, de las pintorescas tareas de su abuelo Juan, que fue alguacil y padrino de muchos gitanos, y que cuando encerraban en la cárcel del ayuntamiento a algún ahijado suyo, mi bisabuelo lo soltaba en seguida, y los gitanos, si se encontraban con él le iban diciendo adiós todo el rato sin querer volverle la espalda; posiblemente porque sabían desde el origen de su éxodo que detrás de la espalda lo que queda es el olvido. En estas noches de abrir habas verdes, y de mondar patatas, y de partir judías tiernas, y de heñir la masa de las rosquillas, mi madre me va enseñando que el olvido y la ignorancia son una misma cosa, y que una persona o una familia o un país que ha renunciado a su memoria están consignados a acabar como mi abuela, fuera de todo tiempo, apenas sin saber quién son, acaso sin saber que existen.
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