Heimito von Doderer. Relatos breves y microrrelatos.

diciembre 8, 2023

Heimito von Doderer, Relatos breves y microrrelatos
Acantilado, 2013. 216 páginas.
Tit. Or. Kurz- und Kürzestgeschichten. Trad. Roberto Bravo de la Varga.

Excelente recopilación de un autor que desconocía completamente y que me encantó. Dejo dos relatos para que se hagan una idea.

Muy bueno.

EN EL LABERINTO
.La excursión al Prater con Pauline había empezado bien. La verdad es que Rene no tenía ni idea de en qué punto se encontraba con ella, y en más de una ocasión le había parecido que lo único que buscaba la joven era divertirse montando en el tiovivo, como le había dado a entender la víspera, cuando manifestó su alegría ante la perspectiva de volver al Wurstelprater—los vieneses también lo conocen como Volksprater, un famoso parque donde cada tarde es posible disfrutar de una animada verbena—por el mero hecho de salir de fiesta y no por tener una cita con él. En la montaña rusa pudo sentir el calor de la muchacha que se pegaba a su cuerpo, las curvas cerradas hacían que su encantadora persona se apretara a él aún con más fuerza, pero ni siquiera entonces pudo distinguir si aquella sensación se debía a los burdos efectos de la fuerza centrífuga o si, por el contrario, había que ver en ella los posibles indicios de algo más personal. Al final se olvidó de todo y, dejando los escarceos amorosos aparte, disfrutó de uno de esos dorados momentos de felicidad que nos ofrece la vida y son para nosotros como la hora del recreo para un colegial, momentos que, aunque nos cueste creerlo, surgen realmente, aunque sea de tarde en tarde, cuando un tren cargado de preocupaciones se retrasa por cualquier motivo y no llega a engancharse al tren rápido de las malas noticias con el que habría tenido que conectar.
El mes de mayo se dejaba ver en cada nueva hoja que brotaba, claro como la luz de sus días y, sin embargo, misterioso, lo había rodeado todo con un aura verde y dorada,
y aprovechaba cualquier golpe de viento para mover las ramas y agitar así las sombras que el sol proyectaba sobre el suelo. La gravilla de las avenidas saltaba por todas partes, como si se tratara de una superficie de agua que se agita y salpica constantemente. Pauline quería visitar a toda costa el gabinete de figuras de cera, al que también se conoce con el nombre de «panóptico» y que, según ella, prometía ser de lo más divertido. Rene pasó detrás de la joven, dedicando al exterior una despedida fugaz, con un punto de melancolía. Allí dentro, la primavera se apagó automáticamente, como si alguien hubiera accionado un interruptor. A cambio, aquellas salas silenciosas y en penumbra permitían que los ojos doloridos, saturados de luz, fuesen recuperándose lentamente… En un día laborable y a esa hora de la tarde, nuestra pareja estaba prácticamente sola en la atracción, algo que no suponía necesariamente disfrutar de mayor tranquilidad, pues, aun sabiendo que se encontraban en el Prater, en una barraca de feria, todas esas figuras, unas dentro de vitrinas y otras fuera, salían a su encuentro con la pretensión de que las tomaran en serio, y el visitante, llevado por su curiosidad natural, lo recorría todo con la mirada hasta que acababa perdiéndose también él en esta mezcla confusa que ofuscaba la razón. Pauline parecía tener mejores nervios que Rene y lo demostró ante la figura del zar Alejandro II, que yacía agonizante en medio de un gran charco de sangre, respirando aún débilmente; su cara le resultó extremadamente divertida, pues era la de un señor con un elegante cuello dorado, completamente indiferente y que, sin embargo, miraba con cierta indignación lo que ocurría en la vitrina número ochenta y seis, donde un grupo de bayaderas danzaba con unos vestidos verdaderamente singulares. A continuación comenzaba la Edad Media, con numerosos instrumentos de tortura, y al seguir
adelante se retrocedía aún más en el tiempo, con una serie de utensilios de pedernal y algunas maquetas de aldeas lacustres. Rene trató de pasar de largo por delante de todo aquello y lo cierto es que lo logró, pues el interés de ella no se mantenía mucho tiempo en el mismo sitio. Esta apatía llamó su atención y le pareció tan inapropiada como el entusiasmo que había mostrado momentos antes.
Al fondo de la sala se encontraron con la puerta del laberinto de espejos. Esta puerta, pintada de rojo y oro, le pareció a Rene la mejor manera de abandonar una atracción que desde el principio le había resultado antipática, al tiempo que le ofrecía la inesperada oportunidad de estar a solas con Pauline, algo que siempre era bienvenido. Ella entró sin pensarlo dos veces, sumamente emocionada, pasando por delante de las paredes cubiertas de espejos, siempre adelante hasta agotar el corredor. Cada vez que llegaban a un cruce, su propia imagen les salía al encuentro multiplicada por cuatro o por cinco. Rene veía a Pauline de tan buen humor que no tardó en perdonarle el gabinete de figuras de cera entero, con sus épocas, sus vestidos originales y sus polvorientos olores.
Al principio estuvieron andando en círculo y, al parecer, habían vuelto al mismo punto hasta en cuatro ocasiones. Cuando quisieron regresar por quinta vez, ahora voluntariamente, los pasillos de espejos y los cruces, iguales unos a otros, los condujeron a otro lugar distinto, donde aún no habían estado, muy lejos de la salida, seguramente el centro del laberinto, un espacio redondo con bancos acolchados de color rojo. Ella se sentó encantada, con el mismo júbilo con el que las colegialas se dejan caer de espaldas en un banco haciendo que por un instante ambas piernas floten en el aire. La aguda vista de Rene descubrió un pulsador colocado entre dos espejos, en el ángulo que tenían más
cerca. Junto a él había una inscripción: «Para llamar al personal». Rene se sentó de forma que la parte superior de su cuerpo tapara el botón.
Pauline empezó a hablar inmediatamente, hablaba por demás, de forma atropellada, dejando caer una avalancha de palabras. Mientras Rene besaba sus manos con delicadeza, casi sin que se diera cuenta, la muchacha se las apañó para desplegar ante él un completo panorama del reducido círculo en que se desarrollaba su existencia. En su opinión, su punto fuerte, saltaba a la vista, era la virtud, que había jugado un papel esencial a lo largo de su vida; sin embargo, y esto le interesaba subrayarlo de forma especial, jamás se había sentido verdaderamente amenazada en este sentido, porque la gente corriente siempre se confundía al juzgar su persona. Según dijo, la primera impresión que los demás solían llevarse de ella era la de una mujer con muy mal genio, arisca e irritable, y lo cierto es que no le faltaban motivos para estar indignada. No podía salir a la calle sin que hubiera alguien rondando y cacareando detrás de ella—si se expresaba así, era sin duda porque veía a sus admiradores como gallos de corral—, no había forma de comer con su marido en un restaurante sin poner en riesgo su honor, que siempre sufría algún ataque desde las mesas vecinas. Rene le dio la razón y comentó de pasada que no le dolían prendas en admitir que, en el fondo, todos los hombres eran unos cerdos. Aprovechó las circunstancias para acariciar el brazo de ella y, finalmente, la agarró por la cintura como si quisiera consolarla. Ella lo permitió. Pauline seguía hablando por los codos; a un ritmo endiablado, empezó a contar la violenta situación que llevaba soportando desde hacía años por culpa de un compañero de trabajo de su marido, que la perseguía, naturalmente, en vano y sin ninguna perspectiva de éxito, porque ella jamás corres-
pondería a su amor. Rene cubrió su nuca con tiernos besos y luego se aventuró a bajar hasta el escote de su vestido. Cuando la besó en la boca, tampoco puso mayor reparo, recibió la caricia fugazmente, como un trámite, dejando quieta por un instante su cabecita de muñeca, pero sólo el tiempo justo para recoger el beso antes de seguir hablando animadamente. Aquel compañero de su marido que estaba loco por ella debía de ser un hombre magnífico: no sólo era apuesto, rico e inteligente, sino también un automovilista de primera y un deportista consumado; pero lo que más llamaba la atención era su personalidad, verdaderamente excepcional, su indudable distinción, pues a pesar de toda su fortuna y de sus deslumbrantes cualidades, se inclinaba por una vida solitaria y retirada. Por otra parte, según aseguraba ella, no se fijaba en otras mujeres, aunque siempre había frescas que no paraban de revolotear a su alrededor.
—En ese aspecto, creo que usted y él no son tan distintos—dejó caer Rene.
Nada le hubiera gustado tanto como interrumpir este largo informe sobre un hombre ciertamente formidable, pero que para él, y sobre todo en este momento, quedaba más bien lejos, sin contar con que entonces ya había llegado a un punto en el que podía considerar confirmadas, con indescriptible satisfacción, sus intuiciones de la montaña rusa. Por lo demás, Pauline parecía haber entrado en trance, se la veía totalmente volcada en su relato y ni siquiera escuchó su comentario. Sentada ya sobre las rodillas de Rene, completó el retrato de su héroe—ya había hablado de su villa, soberbiamente amueblada, y se había detenido en su colección de sellos, un tesoro filatélico sin parangón, de un valor incalculable—, bosquejando en sus rasgos esenciales su carácter noble, su ternura y su sensibilidad fuera de lo común. Rene estuvo a punto de preguntarle cómo era posible
que conociendo a un hombre así estuviera allí sentada en el Prater sobre sus rodillas, pero se contuvo e hizo un último intento, decidido y enérgico, para apartarla de aquella imagen ideal, y hay que admitir que lo consiguió, por lo menos durante un minuto, evadiéndose en los besos callados y sinceros que él le prodigaba y a los que ella correspondía. Sin embargo, en el camino que media entre el labio y el borde del cáliz, Pauline aprovechó para recoger todo lo anterior y unirlo inmediatamente con la parte principal de su relato, la verdaderamente importante, la historia de la persecución—vana y sin ninguna perspectiva de éxito, por supuesto—a la que se veía sometida desde hacía años por parte de aquel semidiós. Rene la dejó a un lado, se levantó, descubrió el pulsador que había estado tapando con su cuerpo, el que llevaba el rótulo: «Para llamar al personal», e incluso llamó su atención sobre él con un afectado:
—Pero bueno, ¿qué tenemos aquí?
Ella no se enteraba de nada, seguía adelante con su relato y, en el mejor de los casos, sólo atendía durante las breves pausas en las que aprovechaba para tomar aire. Rene tomó una resolución extrema y, arrodillándose ante ella, decidió llevar sus tiernas solicitudes hasta el final. Sin embargo, Pauline, arrebatada por su propio relato, ya había llegado a la parte en la que su marido, obviando su firme resolución, empezaba a sospechar de ella de una forma completamente injustificada. Refirió una escena que se había desarrollado en un café entre su marido y aquel rival despechado. Sólo su resuelta intervención, interponiéndose entre ambos, consiguió que aquello acabara bien, lo que, por otra parte, hablaba a las claras de la nobleza de su desdichado pretendiente y de las muchas cualidades que lo adornaban. Mientras tanto, las ternuras de Rene habían alcanzado su punto álgido, ella respondía de vez en cuando con
cierta pasión, para continuar inmediatamente con el fascinante relato de aquella gesta verdaderamente heroica, con aquel himno a su insobornable virtud.
De repente, Rene se levantó, se colocó al lado del pulsador y contó en silencio hasta treinta. Ella seguía empeñada en componer una estampa veraz del carácter sublime de aquel hombre cuando el timbre de alarma sonó por fin, estridente y prolongado, como una última llamada de socorro fruto de la desesperación. Muy pronto se oyeron los pasos del personal de servicio que acudió a toda prisa. Rene pudo comprobar entonces por qué la gente se quejaba del mal genio de Pauline. Con o sin motivo, en cuanto los rescataron del laberinto, la indignación se apoderó de su rostro. El joven no tuvo más remedio que acompañar a la dama hasta el tranvía, un trámite que realizaron en un silencio casi absoluto. Rene tenía la impresión de haber cumplido un sueño que no está al alcance de cualquiera: poder acabar una historia de amor tan sólo apretando un botón.

EL TALENTO ENTERRADO
El párroco le contó a la señora Lehner que un profesor de la Academia de Música de Munich había venido a hablar con él, porque le había llamado la atención la extraordinaria voz que tenía su hija mayor (la muchacha cantaba en el coro de la iglesia). Aquel entendido estaba seguro de que la muchacha tenía un gran futuro como cantante de ópera. La respuesta de la señora Lehner fue tajante:
—Mi hijita no se convertirá en una titiritera.
No hubo más discusión. Más adelante, su hijita se casó con un hombre de unas cualidades excepcionales. Siempre había obtenido las máximas calificaciones en todos los exámenes del Instituto de Formación del Profesorado y estaba claro que lo reclamarían en Munich y, andando el tiempo, tal vez en el propio Ministerio de Educación. Todos apostaban por él. Su mujer, sin embargo, lo veía de otra forma. No le había resultado fácil tener que renunciar a la espléndida carrera que le auguraban en el mundo de la música, pero lo había conseguido. Ahora era el momento de trasladarle a su marido todo lo que había ganado con aquella decisión, voluntaria o no. Poco a poco, el hombre empezó a ver él éxito no como algo atractivo, tentador, sino como algo que tenía que dejar de lado para poder seguir con su vida. Se enteró de que habían convocado un puesto de profesor en Kirch-dorf Weihmichl, lo solicitó y consiguió la plaza. Los sustanciosos asados de aquella comarca rural (el de ganso era verdaderamente épico, los huesecillos del ave volaban en los banquetes) hicieron que fueran ganando peso. Sin embargo, su gordura no les impedía subirse a sus bicicletas cada
sábado y dar un paseo hasta Freising. Una vez allí, entraban en la Weissbráuhaus, una de las tabernas más conocidas, y pasaban la tarde comiendo y bebiendo. Los esposos eran la alegría de sus compañeros de mesa, pues no les faltaba gracia, bondad ni dulzura. Con el paso de los años su lengua se había ido hundiendo en un primitivismo campesino cada vez más profundo. La pareja volvía a su casa por la noche. La carretera de Weihmichl no solía tener mucho tráfico y, a aquellas horas, aún menos, de modo que, aunque fueran dando tumbos y haciendo eses con sus bicicletas, no había ningún peligro, siempre llegarían a casa sin novedad. Después de cerrar la puerta, se iban directos a la cama y no tardaban en quedarse dormidos. Descansaban a gusto, roncando ligeramente, sobre sus dos talentos enterrados. ¡Hicieron bien! En lo más profundo de nuestro ser, todos sabemos que la mayoría de los que llegan a ser algo en la vida se convierten en seres odiosos. Es así, no le demos más vueltas.

2 comentarios

  • Francisco diciembre 11, 2023en7:48 am

    Pues tomo nota. Del mismo autor he oído hablar maravillas de su obra Los demonios (en Acantilado)
    Abrazos

  • Palimp diciembre 18, 2023en7:31 am

    Ya te leeré cuando lo leas ¡Abrazos!

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